Algo de un 2011


El último enero, el del calor pegajoso en Buenos Aires y las rosas en la puerta de la oficina, me subí a un tren en alguna estación porteña y me bajé en Tigre. En menos de una hora asomaba la cabeza inquieta por el borde de la lancha y disfrutaba del viento que me desordenaba el pelo lacio. Dos días en la vida nunca vienen nada mal dicen por Rosario, y si es compartiendo la risa con amigas, mucho mejor. Saltamos al río, de la mano las tres. Y el agua dulce refrescaba cada parte del cuerpo todavía tibia. A la noche chocamos los vasos de cerveza por descubrir eso que disfrutamos en la vida, lo que nos gustaría crear, lo que nos gustaría ser. También me despedí del sol de Cuchicorral un atardecer de ese mismo enero en una de las vueltas a La Cumbre y terminé de leer los capítulos de Emily Bronte en las piedras del río Pintos. Febrero, sé que fue algo desordenado. Me iba a dormir con el Che abajo de la almohada y me despertaba con los años de Mandela en la cárcel. La extrañé a mi hermana hasta buscar la forma de Africa en  algún lugar de la luna. Dafne caminaba Kenya hasta el atardecer y coleccionaba sonrisas de dientes blancos en cada ruta. Mi atardecer porteño me llevó hasta una esquina de Lavalle y me tatué su nombre en el tobillo derecho. Terminaba febrero y también una historia de amor en la puerta de Ayacucho. Marzo empezó de llantos y preguntas que traté de distraer con canciones de un jamaiqiuno legendario en plena noche de San Telmo. Hasta que no quería saber nada más del mundo de ellos y apareció él. Y me gustaba cambiar las lágrimas por las charlas de internet y la risa por mensajes de texto. Todavía no quería conocerlo, creo. Y hoy todas esas casualidades del destino se ríen solas, y me hacen bien. Me hace bien pensar que todo pasa por algo y el amor pasa, también. A veces por un rato, y a veces para quedarse. Escuché la canción de Fito que tanto me gusta, "Que bello abril" durante todo Abril. Después vino la música de los martes en Vicente López y Rodriguez Peña y las noches de cerveza y papas fritas. Con Mayo y Junio no me llevé muy bien. Las clases de la facultad me aburrieron hasta el bostezo. Trataba de ratearme sin que me viera ninguna de mis amigas. No quedaba bien. O por orgullo propio, prefería que no se enteraran. Si había sol acomodaba la espalda en el pasto de la plaza de Recoleta. Me encantaba acunar mi rechazo a la facultad en las hojas de Sábato y perderme con él en sus viajes por España y Portugal. Pero de Mayo adoré los sábados que empezaron en Villa Ocampo y todo ese mundo literario que se palpitaba puerta adentro de esos jardines de jacarandás. En Julio los tequilas de los jueves dejaron de llamarme a gritos y el primer sábado fue un bar de cerveza tirada, pero de horas de charlas con Dolly. Y quise parar la cabeza y respirar. Y esa noche del 3 de julio también quise volver a arriesgarme y me enamoraron antes de que empezara el día. Agosto, Septiembre, Octubre. De los meses que más disfruté durante el año. Dejé una materia y tomé la costumbre de ir a desayunar a distintos bares de Buenos Aires, hasta que se hiciera la hora de entrar a la oficina. Me hice de historias de las más desequilibradas. Hay personas que viven a mundos de distancia y de repente estaba sentada con alguna de esas personas desconocidas, preguntando si azúcar o edulcorante, respondiendo misterios de vida. Me hice el tiempo para sentarme en varias butacas de teatros porteños y aplaudir encantada la energía que vomitaban los actores desde las tablas del escenario. No me perdí los festivales, ni de cine ni de literatura. Es que los prefería antes que meter la nariz en libros de algún jurista famoso. Tres días en Tandil y tres días en la playa fueron suficientes para darme cuenta que los miedos a volver a agarrar la mano de alguien, sobraban. El perfume de los jazmines me apasionaba desde el primer día de Noviembre, y un poco antes también. Noviembre me trajo de vuelta a mi hermana y todo Ezeiza se enteró de nuestro reencuentro. Diciembre, y sumé uno más a los todavía frescos veintipico. Barcelona me prestó por unos días a mi hermano y corrí a buscar el abrazo que más espero en esa fecha.  De repente somos cinco en la mesa otra vez. Y cinco enfilados en distintos caballos que atraviesan la cordillera hasta la cruz de hierro uruguaya que grita: si, se puede. Me despido de la oficina, después de cuatro años. No puedo aguantarme las lágrimas y lloro cuando mi jefe me da un abrazo con los ojos emocionados. Los jazmines siguen perfumando el aire. Que empieza a cambiar de aroma cuando espío los pasajes palpitando en un sobre blanco con mi nombre. Me espera Perú, con las calles de Lima, las noches de Cuzco, los bares de Barranco y el camino de cuatro amanaceres hasta Machu Pichu. Me espera Colombia, y las calles de colores de Cartagena, las islas del Rosario casi vírgenes, la arena de Playa Blanca, la música de Santa Marta, el mar de Taganga y la naturaleza de Tayrona. Me espera al final, Brasil, de playas de agua transparente y luz de luna. Y muchas caipiriñas de a dos en uma das ilhas mais  bonitas do mundo. 

De estrellas y algo más


Papá me habló de alguien, un filósofo. Es imposible que pueda retener los nombres de los autores de los que me habla. Pero decía que hay tres cosas que nunca se cansaba de mirar: el río cuando corre, los chicos jugando y las estrellas. Y estábamos en la montaña, todos, los once, al refugio de la cordillera que se levantaba por todos los costados, inalcanzable. Fría. Helada me arriesgaría a decir. Pero Don Osvaldo había prendido un fuego que invitaba a acercarse y pasaban algunas botellas de jugo de uva, como le decían los arrieros. Eran de la viña de Pepe, y entibiaban el alma hasta la última gota. Comimos un corderito que era una delicia. En eso estábamos los once, alrededor de una mesa improvisada. Las estrellas me sacaban el sueño, lo dije ya? Y entonces papá hablaba de este filósofo y de algo más, y las miradas de todos se nublaron de gotitas inminentes, gotas que no eran de jugo de uva. Miradas que no eran familiares hasta ese momento, el de las estrellas mendocinas y la transparencia encausada en todas esas pupilas rústicas, emocionadas sin verguenza. Eran los últimos días de un año en el que traté de evitar a papá en muchos momentos. Y sin embargo, en ese momento, y en todos los otros momentos del año, quería volver el tiempo 22 veranos atrás, colgarme de su cuello y abrazarlo para siempre.

Les yeux bruns des nuages


Los ojos de él son marrones. Chinitos cuando se ríen, que es la mayor parte del tiempo. Pero ayer me agarraron la mano, las dos manos. Y me miraron grandes y más marrones que nunca una de las últimas tardes de Diciembre. Hoy dejo esos ojos marrones en Buenos Aires, y los espío de a ratos por la ventana ínfima del avión, pero que alcanza el cielo entero. Desde las nubes eternas y dormidas no hay dimensión lógica, y pienso, puta madre. Me faltan las palabras y las pocas que me quedan las tacho fuerte con birome azul. Es que es todo desde ahí arriba, todo lo que pasa cuando tengo los pies en la tierra, todo lo que dejo en su lugar. Y el amor, primero. Volver la memoria de mujer veinteañera al primer día con él y reírme de las casualidades tan perfectas. Perderme en las nubes, un rato más. No sé cuánto, no sé si el tiempo pasa igual de rápido ahí arriba. Pero esos ojos marrones comienzan a extrañarse. 

De las noches así


No es de naif. Pero siempre me enloquecieron las estrellas, inalcanzables, antes que las noticias en los diarios. El cielo de la cordillera de los Andes no era real. O si. Pero no me permitía ni pestañar. Arriba mío pasaba lo mejor de la vida. En ese pedazo mendocino frío y oscuro, las estrellas del Principito me sacaban el sueño. Y pensaba, tengo todo. Es que no entiendo qué otra cosa se puede necesitar además del cielo. 

Dolce far niente


¿Y qué hacés durante el día? La gente no se aburre de preguntarme, de quedarse absorta