Tardes de Iruya



Un día hay vida. Vuelvo a hundir los pies en la tierra del norte y se quiebran las piedritas de barro acurrucadas en los bordes. El cielo es más profundo que el mar y me abraza todo el cuerpo. No me quiero soltar. Las calles de Iruya son cuesta arriba y me pesan las piernas. Me gusta sentarme al costado del río y dejarlas colgando sobre el agua fría. El calor no duerme siesta y me empalaga los labios. Apoyo la espalda sobre la sombra de un árbol. El mismo árbol que hace de casa para Tiago y Juan. Hay montañas infinitas de color verde. El sol envuelve cada esquina de las paredes de arcilla. El silencio insiste en quedarse a vivir para siempre. El aroma a tamal y maíz tostado empieza a empapar la tarde. Hay colores de feria en la plaza de acá a la vuelta. La gente está despierta. No sé de dónde salen, pero traen la alegría de lo simple entre sus manos. Antonia y María tienen la boca cubierta de helado de frutilla. Mi amigo artesano sigue cantando. En unas horas hay peña en la plaza. Mientras tanto me pasa la tarde despacio. Muy despacio. Tan despacio que puedo acostarme en el pasto gastado y cerrar los ojos. Abrirlos y que la luna me esté mirando. Una luna más grande y más brillante que la de mi ventana de Buenos Aires. Y puedo contar las estrellas porque el tiempo en esa tierra no cuenta ni espera. Sólo hay vida. Sólo hay días. Y noches enteras de montañas azules y acordes de guitarra abajo de las nubes. 

Eterno Perú



Es el primer enero limeño. Perú me recibe de atardecer donde termina el mar. Hay ceviche y pisco sour en la terraza. Un amor inconcluso se toca los pies por abajo de la mesa. De postre, helado de lúcuma y cuatro cucharas. Las mañanas de Lima, en cambio, se despiertan en blanco y negro. Ellos le dicen "panza de burro" a ese cielo gris desgastado. Pero en el Parque del Amor siempre hay intentos de sol. Y también un beso hecho piedra entre mosaicos de poesía pintados de azul. "Estupendo amor amar el mar, como si morir fuera solo no mirar el mar o dejar de amar." Y es un alivio que por fin celebren el amor en vez de una conquista española. El café se toma en El Juanito, al lado de la mesa donde todavía se palpita el perfume de Mario Vargas Llosa. Y hay algo en las paredes de ese bar de Barranco. Hay algo distinto. En la plaza de los artistas hay un reloj, justo en medio de la torre de la biblioteca. Pero las horas están quietas, y el agua de la fuente se la llevaron a otro lugar. En Cuzco tampoco pasan las horas. Las montañas rodean las calles de piedra y son testigo del silencio sagrado a la hora de la siesta. Araceli no duerme. Tiene un año  y medio y los cachetes colorados. No le gusta usar medias y llora de a ratos, hasta que se distrae con el ladrido de algún perro suelto. El camino a la plaza hiela los huesos. La Plaza de Armas, los bancos verdes, los altares incas escondidos. Y Cali. Cali, que quiere decir "piedra" en quechua, que nació en la selva y le arrancaron su nombre por uno católico. Los ojos se le humedecen cuando se acuerda en voz alta. Usa el pelo largo, larguísimo y negro como el maíz del mercado. Compartimos la sopa en lo de Rosita. Sus 40 años pasan desapercibidos mientras habla de la energía de los árboles y la conciencia espiritual. "Que la sociedad está podrida" dice, y sopla el agua caliente de zapallo que sostiene en la cuchara de su mano izquierda. Los ojos de Cali como un total desconocido. Cientos de palabras que se enjugan en mis ojos en un rincón cuzqueño. Y no hay nadie más, nada más que dos platos de sopa y dos  pares de miradas dejando el corazón en la mesa.