Es el primer enero limeño. Perú me recibe de atardecer donde termina el mar. Hay ceviche y pisco sour en la terraza. Un amor inconcluso se toca los pies por abajo de la mesa. De postre, helado de lúcuma y cuatro cucharas. Las mañanas de Lima, en cambio, se despiertan en blanco y negro. Ellos le dicen "panza de burro" a ese cielo gris desgastado. Pero en el Parque del Amor siempre hay intentos de sol. Y también un beso hecho piedra entre mosaicos de poesía pintados de azul. "Estupendo amor amar el mar, como si morir fuera solo no mirar el mar o dejar de amar." Y es un alivio que por fin celebren el amor en vez de una conquista española. El café se toma en El Juanito, al lado de la mesa donde todavía se palpita el perfume de Mario Vargas Llosa. Y hay algo en las paredes de ese bar de Barranco. Hay algo distinto. En la plaza de los artistas hay un reloj, justo en medio de la torre de la biblioteca. Pero las horas están quietas, y el agua de la fuente se la llevaron a otro lugar. En Cuzco tampoco pasan las horas. O siempre es temprano para empezar lo que sea. Las montañas rodean las calles de piedra y son testigo del silencio sagrado a la hora de la siesta. Araceli no duerme. Tiene un año y medio y los cachetes rosas, casi colorados, y gorditos. No le gusta usar medias y llora de a ratos, hasta que se distrae con el ladrido de algún perro callejero. La mamá me cuenta que las lágrimas son por el dolor constante en la panza, pero no le alcanzan los soles para llevarla al hospital. Araceli aprieta mi dedo índice con su manito y mueve los pies diminutos, descalzos, envueltos de tierra. El camino a la plaza hiela los huesos. Lo bueno es tener el abrazo de una amiga cerca y las uvas en el banco verde. En esos minutos que siempre quedan en el medio aparece Cali. Cali, que quiere decir "piedra" en quechua, nació en la selva y le arrancaron su nombre; se lo reemplazaron por uno católico. Los ojos se le humedecen cuando se acuerda en voz alta. Usa el pelo largo, larguísimo y negro como el maíz del mercado. Compartimos la sopa en lo de Rosita. Sus 40 años pasan desapercibidos mientras habla de la energía de los árboles y la conciencia espiritual. "Que la sociedad está podrida" dice, y sopla la sopa que sostiene en la cuchara de su mano izquierda. Yo no probé un bocado todavía. Mi amiga tampoco. Los ojos de Cali como un total desconocido que comparte su almuerzo con nosotras dos, que no queremos perdernos una palabra. Y se hacen cientas de palabras que nos empapan los ojos de lágrimas en ese rincón cuzqueño. Y no hay nadie más, nada más que tres platos de sopa y tres miradas dejando el corazón en la mesa.
nadie más, nadie menos.
ResponderEliminarMe quedo con ALGO, o con MUCHO mejor dicho. Que bueno que todavía celebran el amor y no la conquista española, y que BUENO que haya personas como Cali que resitierion Y LO SEGUIRÁN haciendo, por ellos y por todos los aborígenes que permanecen en la invisibilidad, o peor aun frente a los ojos abiertos de aquellos que prefieren mirar para otro lado.
ResponderEliminarQue bueno revivir tan lindos recuerdos de nuestro querido y místico Perú!
TE QUIERO!