Alegria não tem fin

El reloj de mi computadora ya pasó las seis de la tarde pero mis cuerpo entero sigue hipotecado al escritorio de la oficina. Cuento con los dedos las horas obligadas que me roba la computadora cada día de la semana. Y digo, qué desperdicio. Me consuela espiar el pedacito de atardecer que se ve por la ventana de mi escritorio. A esa hora de la tarde cuando el cielo es de color naranja. De color naranja, y me quedo pensando. Me suena el celular y por primera vez en el año mamá me saluda en un tono de voz increíblemente bajo. "Estoy en Iruya" me dice desde montañas de distancia. Entonces cerré los ojos. Y viajé con ella durante cinco minutos. Cinco minutos que fueron un verano. Sólo para volver a respirar un poco de aire norteño desde el final de la calle de tierra, en la parte más alta del pueblo, donde las estrellas nos hacen creer que están más cerca nuestro. Y pienso, que ya pasaron dos veranos, casi tres, de las noches de peña en Tilcara y los amores por la mitad. Que me pasó ese verano y el tiempo me sigue pasando. Pero lo que me preocupa del tiempo no es el tiempo. Tampoco la cantidad de velitas en la torta de cumpleaños. Ni todo lo que pasa después de. Me preocupa, más que nada, olvidarme de esos pies chiquitos saltando emocionados las olas del mar. Olvidarme de que una vez quise ser astrónoma para leer la luna. Me preocupa que el tiempo me convierta en una de esas personas que nunca tienen tiempo. Tiempo para compartir con amigas una cerveza fría al final de noviembre. Para cambiar una clase de la facultad por el sol de la mañana y un capítulo de García Márquez. Tiempo para trepar los codos del otro lado del mostrador y dudar si frutilla a la crema o limón. Para abrir el cajón de mi mesa de luz y espiar el sobre que esconde un pasaje de avión a Perú entero y otro más que me va a llevar a las playas colombianas a mitad de enero. Tiempo para quedarme un rato más con él y que no me alcancen los besos.

Aguaribay, puede ser


En esos momentos me hace bien escaparme al árbol de ramas grandes. A mi árbol. Nunca supe si es un sauce o un aguaribay, pero abajo de esas miles de hojas verdes que casi tocan las piedras, ahí abajo, en ese pedacito de sombra y tierra húmeda, puede pasarme el día entero por al lado y seguir con los ojos abiertos. Esos mismos ojos con los que le hablaba a papá por el espejo retrovisor del auto cuando tenía un año y los cachetes gorditos. Los mismos ojos que veintitrés años más tarde siguen palpitando y desviviéndose por cada atardecer. Y que se cierran, de a ratos, abajo del sauce o del aguaribay, para respirar más profundo y alejarse de la vorágine del cemento porteño. Que vuelven a abrirse para resaltar una de las líneas de Ernesto Sábato "El saber que se vive, pero podría haberse no vivido" Y escuchar cómo se acerca el agua a la orilla del borde empedrado.