Attraversiamo


Un día dejan de existir las dudas y lo complicado del amor es tan simple como un ramo de jazmines en la mesa y una foto de a dos en la pared. Un día todo pasa por esa parte de canción con gusto cubano, que entiende que la cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes. Y sigue cantando, que los amores cobardes no llegan a amores, ni a historias, se quedan ahí. Un día no hay días pasados. Un día son los caminos de Verona en una película y querer estar en esas rutas italianas con él. Un día es un abrazo en el campo y el sol de mitad de agosto. Un día el amor dura más de tres meses. Un día es la mirada profunda de alguien que era un desconocido. Es que hay tanta gente que no se cruza, me dijo un amigo en el bar. Pero un día esas personas que tienen que cruzarse, se encuentran. Y todo pasa por ese día, un día. 

Ciento cincuenta y dos


Cinco pares de miradas perdidas respiran bolsas de plástico en Bulnes y Santa Fé. Por momentos las gotas de la lluvia del mediodía se encaprichan contra el vidrio. Dos desconocidos se tocan sin querer los dedos de las manos y un amor adolescente toma forma desde un mensaje de texto. Hay un pedazo de cielo entre los edificios y los perfumes franceses. Nadie levanta la moneda de diez centavos acostada en el piso. El café se toma por celular y todos son testigos de las vidas ajenas. Un perro sin dueño duerme en la esquina del jardín botánico. Una señora que camina encorvada pasa la mitad del brazo entre las rejas de hierro de ese mismo jardín y trata de hacerse amiga de un gato. Hay algo en la mirada de los gatos que me genera desconfianza. Una chica de pelo negro y pupilas de reloj esconde una mano abajo de una campera de cuero y saca una billetera de una cartera que no es la suya. Hay un libro de la revolución cubana por la mitad y un par de piernas cruzadas. A veces se hace de noche, pero no llego a ver la luna. Me alcanza un semáforo para enamorarme de las ramas violetas de un jacarandá. Hay una persona sentada en una silla de ruedas y da la impresión de que todos la miran, pero ella no se da cuenta. O no quiere darse cuenta. Hay un beso francés, por no decir con lengua, al lado de la ventana. Las caras cansadas no se disimulan y el aire colecciona bostezos constantes. Unos ojos delineados de punk me llevan a la escena de Fogwill, en el bar under. Me acuerdo de Marcos y el teléfono en la servilleta de papel. Los pájaros, no sé si son golondrinas, no sé si son los mismos de la mañana. Ahí están, batiendo las alas en infinitas direcciones inalcanzables. Y nadie sabe que les tengo envidia. Una señora en camisón riega las plantas en un quinto piso. Desde un auto silban las curvas apretadas abajo de un vestido de lentejuelas. Nadie quiere abrir los ojos y todos tienen los ojos abiertos. Las bicicletas pedalean el atardecer naranja al costado de la calle. Espío las ventanas de los bares y también los balcones de los edificios. Un chico habla en inglés y quiere ir al zoológico. Me asomo por la ventana, apenas.  Afuera se respiran jazmines por diez pesos y amores porteños en bancos de plaza. 

Aquellas farras


El bar de Parera abre su puerta de vidrio desde bien temprano. A esa hora de la mañana en que la mitad de Buenos Aires sigue con los ojos cerrados y las veredas, todavía surcadas de agua, empiezan a secarse con las primeras partes de sol. Hay una mesita con dos sillas de almohadones violetas en la entrada. Soy la primera en decir buen día. Desde la pared de enfrente Carlos Gardel me guiña un ojo. Las mesas no son de madera. Son mesas de coser, como la que tenía una tía abuela en su departamento de Pueyrredón. Trato de mover con el pie la tecla de hierro de la mesa pero es imposible. Casi vuelvo a tener cinco años cuando jugaba a coser el saco de mi tía abuela y me concentraba pisando fuerte la base de la mesa de hierro que subía y bajaba mecánicamente. Se asoma un señor detrás de la barra y me sonríe. A esa hora se ven pocas sonrisas caminando por las veredas mojadas. Se acerca hasta mi mesa de coser y le pregunto si el jugo de naranja es exprimido. Tengo una obsesión con este tema. Cantidades de veces fui engañada por un vaso de jugo artificial. Pero Don Julio me asegura que prepara todo en el momento. No hay carta. Le pido unas tostadas, pero no tiene dulce, sólo queso blanco, me dice. Aprieto los labios tratando de disimular mi desilusión, pero Don Julio se da cuenta y me deja sola en el barcito minúsculo unos cinco minutos. Al rato vuelve con algo en la mano y una sonrisa triunfante. Me concentro en los renglones del libro que tengo arriba de la mesa y por momentos espío de reojo a Don Julio que silba desde la cocina armada atrás de la barra. Vuelve a mi mesa con el jugo de naranja recién exprimido y una colección de tostadas blancas calentitas con dulce de leche. No puedo estar más contenta. Empiezan a llegar algunas personas más: una señora cincuentona de anteojos oscuros y un vestido negro hasta los pies le pide un cortado a Don Julio y se sienta dos mesas más allá de la mía. Creo que me está mirando pero me concentro en el capítulo de Madrid. La señora de vestido largo se levanta y cambia su mesa de coser por la que está al lado mío. Si, me sigue mirando, pero no me incomoda. Aunque ahora me está mirando los pies: "Me encantan tus sandalias ¿dónde las compraste?" Y en un segundo cambié mi clase de la facultad por un una hora y media de una vida desconocida. Esa simple pregunta nos llevó al recuerdo de una isla griega y a todos los años vividos de ese vestido negro largo que escondía el cuerpo de una eterna adolescente nómade. Durante esa hora y media fuimos dos amigas íntimas sin diferencia de edad. Se tentó y también pidió unas tostadas con dulce de leche. "No debería" me dice con una sonrisa inocente. Pero en su vida había pasado demasiados no debería y fueron esos los recuerdos que reviví con ella desde mi mesita de coser: sus años de hija diplomática, el primer beso en México, el casamiento a los 18, la carrera frustrada, el dolor permanente del suicidio de su marido y después Londres y las bandas de rock, las mañanas porteñas, los Rolling Stone, el bar en la playa de Buzios, las clases de inglés, el silencio de su hijo, su segundo amor, lo tóxico de Buenos Aires, los árboles del sur, el sol de Córdoba y el terreno de Cruz Chica que le cambió la vida, el arte, la música, el ruido del río, el otoño de a dos, las begonias del jardín y las montañas por la ventana de cada atardecer. No quería irme a la oficina. Pero un señor de camisa y ojos celestes, o azules, pasó la puerta del barcito de Parera. Era Lucas, el segundo amor del que me había hablado mi amiga de vestido largo. Ella me presentó con palabras más empalagosas que el dulce de leche de mis tostadas. Lucas me saludó con un beso y me dijo que la locura de su mujer era contagiosa. Mejor, le dije. El la abrazó. Desde la pared de enfrente Carlos Gardel volvió a guiñarme un ojo.