Nunca me gustó ir a la colonia del club.


Terminaban las clases del colegio y con el calor pegajoso de diciembre empezaba la colonia de verano del club. Eran 20 días eternos. Mi hermano, como jugaba al rugby desde los 6 años, estaba liberado de semejante castigo. El era canchero y caminaba por el club con su amalgama de diez amigos. También cancheros. A veces me lo cruzaba en la hora del almuerzo. Pero sólo de reojo porque los de la colonia nos sentábamos en otras mesas, no en las del bar de rugby. Lo veía desde lejos y envidiaba cuando se pedía una hamburguesa con papas. A mí me tocaba abrir el tupper y sorprenderme con el menú frío del día. Era introvertida. No sé si hasta el extremo, pero si me hubiesen dejado llevar libros y evitar el palo de hockey o el bate de béisbol seguramente me habrían llamado nerd y otras cuantas cosas en vez de Sofía. Pero ya estaba en el baile. En esa época tenía un par de piernas largas que desafinaban con mi edad. Lo bueno era que me permitían correr muy rápido. A veces más rápido que algunos varones. Cuando jugábamos con ellos quedaba al descubierto mi lado competitivo y hacía mover mis patas de tero por todo el campo de béisbol con tanto  acelere que me ganaba el aplauso de los que esperaban afuera de la cancha. Afuera de la cancha estaba el chico que me gustaba. Y también su novia, que usaba brackets de metal pero seguía siendo la más linda del club. El hermano de ella gustaba de mi. A mi no me movía ni un pelo. También usaba brackets. Después supe que el padre era ortodoncista. Un día me preguntó si quería ser la novia. Mejor dicho, me lo mandó a preguntar por un amigo. Se me vino el mundo abajo. En ese momento y para mi el amor era lo más parecido a los relatos de  Shakespeare en Sueño de una noche de verano y no la imagen de un pre adolescente con la boca llena de metal escondido atrás de un árbol queriendo que sea la novia cuando ni siquiera sabía mi nombre. Los días de hockey los detestaba. Eso de estar todo el tiempo agachada y pegada al pasto sintético que me hacía picar las piernas, no era lo mío. Además de que mis compañeras eran torpes y siempre terminaba alguna en la enfermería. Tampoco me gustaba sacarme la ropa en el vestuario adelante de todas cuando nos cambiábamos antes de entrar a la pileta. Hacía malabares para mantener la toalla pegada a mi cuerpo y sacarme la bombacha sin que nadie me viera. Otras no tenían ningún problema en pasearse desnudas por todo el piso de cerámica. La verdad es que me parecía siniestro tener que ver su partes íntimas en primer plano. Ni siquiera eran mis amigas. Una de las más grandes rellenaba la parte de arriba de su bikini con medias de algodón. Le transpiraban las tetas toda la tarde. La pileta sí me gustaba. Pero me escondía constantemente de mi admirador con brackets. Me pasaba todo el tiempo adentro del agua con las otras chicas. Un día el grupo de las más grandes me invitó a tomar sol con ellas en la terraza. Había una pelirroja que usaba un protector casero de zanahoria, crema y miel. Se lo pasaba por todo el cuerpo y tenía un olor asqueroso cuando se derretía en la piel. Esa misma pelirroja no paraba de hablar un segundo. Decía, entre otras cosas, que nunca iba a tener hijos porque se le iba a arrugar la panza. Se escondía atrás de las mesas y fumaba un cigarrillo achinando los ojos. Esa tarde apareció su mamá en la terraza y se la llevó arrastrándola de una oreja. Nunca más la volví a ver. La mejor parte del día era la hora del nesquik y los alfajores al final de la tarde. Disfrutaba de esos últimos minutos sentada en el pasto, inmersa en los bocados de chocolate y dulce de leche sin importarme las rondas de chicas que se desplegaban alrededor. Sabía que en cualquier momento llegaba alguno de mis papás para rescatarme y entonces toda esa angustia  colonial desaparecía. Por lo menos hasta la mañana siguiente.