Son las ocho y minutos de la mañana de un martes de mayo. La cuadra que más me gusta bordear cuando viajo en colectivo es la del Jardín Botánico. La cabeza apoyada del lado de la ventana, de costado. Los rayos de sol todavía no llegan a entibiar el vidrio frío. El frío es de invierno pero es otoño. Espío la ventana del colectivo que está a mi izquierda. Y el encuadre es perfecto. El, de rulos desprolijos, casi dorados y los brazos firmes de puños de lana gris arremangados. Ella todavía con el perfume del pelo húmedo sobre la espalda y una bufanda roja hasta los cordones de las zapatillas. Y un anillo de plata y piedra verde. Se inclinan las sonrisas y las miradas de amor Almodóvar. La luz de afuera se entorpece entre las ramas de los árboles y el reflejo del vidrio. Se entrecruzan los dedos de las manos y más tarde los puños arremangados y el anillo de piedra verde en la espalda formando un abrazo. Los labios de ella se abren en miles de direcciones. Y se acercan a los labios de él que ignoran que recién son las ocho y cuarto de la mañana. Entonces las bocas apretadas y los labios uno encima del otro dejan el frío de lado. El colectivo entero es un beso fuera de lo real de dos desconocidos. Y todo dura lo que un semáforo en suspenso.
idem sobre el botánico, y también me gusta mirar a las parejas enamoradas (pero siempre giro la cabeza para otro lado cuando se besan, digo que es de ellos ese momento, y la energía, que no quiero intervenir ni con una mirada, y digo que me da pudor también, jaja, vos vas más allá... bien por vos), buen blog
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