Un día hay vida. Vuelvo a
hundir los pies en la tierra del norte y se quiebran las piedritas de barro
acurrucadas en los bordes. El cielo es más profundo que el mar y me abraza todo
el cuerpo. No me quiero soltar. Las calles de Iruya son cuesta arriba y me
pesan las piernas. Me gusta sentarme al costado del río y dejarlas colgando
sobre el agua fría. El calor no duerme siesta y me empalaga los labios. Apoyo
la espalda sobre la sombra de un árbol. El mismo árbol que hace de casa para
Tiago y Juan. Hay montañas infinitas de color verde. El sol envuelve cada
esquina de las paredes de arcilla. El silencio insiste en quedarse a vivir para
siempre. El aroma a tamal y maíz tostado empieza a empapar la tarde. Hay
colores de feria en la plaza de acá a la vuelta. La gente está despierta. No sé
de dónde salen, pero traen la alegría de lo simple entre sus manos. Antonia y
María tienen la boca cubierta de helado de frutilla. Mi amigo artesano sigue
cantando. En unas horas hay peña en la plaza. Mientras tanto me pasa la tarde
despacio. Muy despacio. Tan despacio que puedo acostarme en el pasto gastado y
cerrar los ojos. Abrirlos y que la luna me esté mirando. Una luna más grande y
más brillante que la de mi ventana de Buenos Aires. Y puedo contar las
estrellas porque el tiempo en esa tierra no cuenta ni espera. Sólo hay vida.
Sólo hay días. Y noches enteras de montañas azules y acordes de guitarra abajo
de las nubes.
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