Cuando algo se rompe es inevitable que vuelva a ser lo que era antes. Si una taza se cae al piso y se parte en varios pedazos es casi imposible poder reconstruirla y volver a usarla.
No queda otra opción que mirar con melancolía los pedacitos desparramados por el suelo y después de unos minutos de duelo interno deshacernos de ellos.
Seguramente al poco tiempo encontremos una taza nueva, que reemplace el lugar de la otra. Y hasta quizá nos haga sentir con mayor intensidad el sabor del café, del chocolate o del té.
También puede pasar que, cuando la taza se rompa, sólo se quiebre algún pedazo y pueda ser fácilmente reparable. Y así volver a tener en nuestras manos la taza de antes pero reciclada.
Los demás pueden no darse cuenta pero nosotros no podemos engañarnos y sabemos que esa taza está partida, que tiene los bordes despintados y que es una víctima frágilmente vulnerable a sufrir una próxima rotura, que seguramente termine con su vida de porcelana blanca a la deriva.
Creo que muchas veces lo mismo pasa en la vida, con las personas.
Hasta hay veces en que intentamos reconstruir los mil pedacitos, una y otra vez.
Y lo logramos, pero vuelven a desprenderse. ( y con mayor facilidad que antes)
Y es sólo una ficción; es triste. Da lástima. Porque adentro nuestro sabemos que no es lo mismo, que lo que era nuevo el tiempo lo desgastó hasta dejarlo sin color.
Y por miedo a no encontrar una taza nueva, por conservar la seguridad, por ser egoístas o simplemente por comodidad preferimos seguir pegando los pedacitos, y ocultar esas partes rotas al resto de las personas.
Todo por no desapegarnos de lo que no nos satisface en su totalidad y no armarnos del valor necesario para saber elegir y descubrir lo que queremos en verdad.