Papá me habló de alguien, un filósofo. Es imposible que pueda retener los nombres de los autores de los que me habla. Pero decía que hay tres cosas que nunca se cansaba de mirar: el río cuando corre, los chicos jugando y las estrellas. Y estábamos en la montaña, todos, los once, al refugio de la cordillera que se levantaba por todos los costados, inalcanzable. Fría. Helada me arriesgaría a decir. Pero Don Osvaldo había prendido un fuego que invitaba a acercarse y pasaban algunas botellas de jugo de uva, como le decían los arrieros. Eran de la viña de Pepe, y entibiaban el alma hasta la última gota. Comimos un corderito que era una delicia. En eso estábamos los once, alrededor de una mesa improvisada. Las estrellas me sacaban el sueño, lo dije ya? Y entonces papá hablaba de este filósofo y de algo más, y las miradas de todos se nublaron de gotitas inminentes, gotas que no eran de jugo de uva. Miradas que no eran familiares hasta ese momento, el de las estrellas mendocinas y la transparencia encausada en todas esas pupilas rústicas, emocionadas sin verguenza. Eran los últimos días de un año en el que traté de evitar a papá en muchos momentos. Y sin embargo, en ese momento, y en todos los otros momentos del año, quería volver el tiempo 22 veranos atrás, colgarme de su cuello y abrazarlo para siempre.
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