Siempre


Cristina Van Gelderen


Un domingo por mes íbamos a Flores. Mi abuela vivía en la calle Bonorino, al lado de esos kioscos con rejas que todavía venden chupetines con sabor a coca-cola y gomitas sueltas en bolsas transparentes. Había que subir por escalera hasta su departamento. No tenía ascensor. Creo que era el quinto piso, nunca supe bien; subía de memoria saltando de a dos los escalones. En su puerta siempre había un plato con veneno para ratas. A mí me gustaba dejar el dedo apretado en el timbre antiguo hasta escuchar los gritos de ella protestando desde adentro. No sé por qué me la acuerdo en camisón. Pero casi siempre estaba vestida. Le decían "Quenena". Usaba calzas verdes; las piernas de tero terminaban en unos mocasines en punta. Siempre con plantillas. Las camisas largas con hombreras y las uñas violetas. Las uñas eran perfectas. Mi hermano siempre le pedía que le rascara la espalda. El pelo religiosamente peinado con ruleros. A veces rojo, a veces rubio. Dependía de su humor. Cada vez que iba a Bonorino me fascinaba recorrer los rincones del departamento. La colección de patos en el living que mi hermana no se cansaba de desordenar. Un día aparecieron todos en el baño. El banquito de roble. Los discos de Luis Miguel, toda la colección. No tenía fotos de mi abuelo. Tampoco me hablaba de él, sólo si le preguntaba alguna anécdota. El armario repleto de esmaltes de colores era mi perdición. Siempre me regalaba alguno. Los muebles de madera de la cocina, creo que nunca los abría. Sólo el que estaba arriba de la mesa. Guardaba varios billetes en un frasco de cerámica y sobres de azúcar y sal. En el freezer nunca faltaba helado de frutilla y chocolate. Por la ventana del lavadero se podía espiar al gato gris de la vecina caminando por los bordes de la terraza. Tenía un cuarto de huéspedes pero siempre vacío. Yo entraba de vez en cuando; me gustaba jugar con la balanza antigua y la mesa de coser. También tenía una bicicleta fija con un par de alpargatas colgando en el manubrio, eso era todo. Nunca pude imaginarme a mi abuela pedaleando y transpirando ahí arriba. Su cuarto era la parte que más me gustaba. La cama antigua y alta, y el cubrecama siempre blanco. Quenena dormía del lado derecho, y la tele al lado. Los fines de semana se deprimía porque no podía ver a Susana. Sabía todo y de todos los del mundo del espectáculo. Hasta los nombres y fechas de nacimiento de los hijos de cada famoso. Me acuerdo del día que me llamó a las primeras horas de la mañana, eufórica, sólo para contarme que a la hija de Andino le habían puesto Sofía. En su mesa de luz siempre había una libreta verde. Más tarde supe de su lado poético. Siguió escribiendo hasta el último día de sus días. Creo que nadie lo vio venir. Una tarde fue la caída después de bañarse y siguieron los horarios de visita en terapia intensiva y el olor a las paredes de hospital. Quenena no me reconocía, pero me seguía hablando de los famosos y de Susana Gimenez desde su nueva cama. Me contaba que a la noche tenía clases de tango y que tomaba cerveza al mediodía. Las enfermeras la trataban bien. Lo único que le molestaba era tener las uñas despintadas. A veces se hacía la dormida cuando entraban a visitarla. Yo estaba inamovible en la silla del cuarto y me daba cuenta cómo entreabría un ojo cuando nadie la veía. Mi abuelo Otto se estaría riendo desde algún lugar. La madrugada del 21 de diciembre dejó de respirar. Unas horas antes mamá envolvió con sus dos manos los pies fríos de mi abuela. Estaban casi azules. Ví la mirada de mamá y todas sus lágrimas. De esta noche no pasa, me dijo con la voz quebrada. Me acosté en su cama, del lado izquierdo y la abracé. La abracé hasta sentir los latidos lentos y constantes y saber que era la última vez. Sé que muchos de sus nietos no la conocieron de verdad. Sé que ella no se dejó conocer de verdad. No fue mi caso. Quenena me enseñó a rezar el rosario a los cinco años y por ella comí pizza con anchoas durante varios mediodías sólo porque sabía que le molestaba que las dejara en un costado del plato. Con ella hablé durante horas por teléfono todos los días hasta saberme todos los presidentes argentinos y cada una de sus desencuentros de amor. Me mostraba su lado revolucionario cuando del otro lado el teléfono me decía "hay que luchar por cada bocanada de aire y mandar la muerte al carajo" y no se cansaba de repetirme que "la vida es larga y jodida". Me gustaba escuchar cómo pronunciaba la letra R de una manera muy particular. Durante una época contaba muchos chistes. Siempre repetidos, pero siempre me reía, asegurándole que nunca los había escuchado. Mi abuela no venía a los actos de mi colegio ni a mis cumpleaños, ni siquiera a las comidas de navidad. Tampoco le gustaba que le dijera abuela. Sus uñas de colores y su sonrisa de costado ahora son cenizas desparramadas en la tierra del pueblo que la vio nacer. En el cajón de mi escritorio guardo su libreta verde con poesías. Algunos días la abro. Me sé todas las frases de memoria, pero me gusta acordarme de su letra cursiva. Hoy tengo puesto su sweater de lana azul. Todavía tiene su perfume.

Un beso



Son las ocho y minutos de la mañana de un martes de mayo. La cuadra que más me gusta bordear cuando viajo en colectivo es la del Jardín Botánico. La cabeza apoyada del lado de la ventana, de costado. Los rayos de sol todavía no llegan a entibiar el vidrio frío. El frío es de invierno pero es otoño. Espío la ventana del colectivo que está a mi izquierda. Y el encuadre es perfecto. El, de rulos desprolijos, casi dorados y los brazos firmes de puños de lana gris arremangados. Ella todavía con el perfume del pelo húmedo sobre la espalda y una bufanda roja hasta los cordones de las zapatillas. Y un anillo de plata y piedra verde. Se inclinan las sonrisas y las miradas de amor Almodóvar. La luz de afuera se entorpece entre las ramas de los árboles y el reflejo del vidrio. Se entrecruzan los dedos de las manos y más tarde los puños arremangados y el anillo de piedra verde en la espalda formando un abrazo. Los labios de ella se abren en miles de direcciones. Y se acercan a los labios de él que ignoran que recién son las ocho y cuarto de la mañana. Entonces las bocas apretadas y los labios uno encima del otro dejan el frío de lado. El colectivo entero es un beso fuera de lo real de dos desconocidos. Y todo dura lo que un semáforo en suspenso. 

Let´s be happy


Lucrecia


Las paredes del bar de la facultad son naranjas. Ella busca una mesa, de las del fondo. Hay un espejo que ocupa toda la pared. Por ese espejo el mozo deja desviar la mirada en los pantalones rojos. Los vidrios de las ventanas están empañados y no se pueden ver los árboles. La dueña de los pantalones rojos se llama Lucrecia y las uñas también van de rojo. Elige una mesa y pega la silla contra la pared. Acuesta la cabeza de pelo negro espeso al lado del plato de milanesa. Es una milanesa de carne a secas y medio limón al costado. Lucrecia agarra el medio limón con las dos manos, lo aprieta apenas y se lo lleva a los labios. El sabor agrio es dulce y lo chupa hasta la última gota. Separa las semillas con los dedos. Cuando ya no tiene más jugo lo envuelve en una servilleta. Afuera todavía es otoño. El mozo que usa una camisa de botones amarillos levanta los platos en la mesa de al lado. El ruido de la cerámica apilándose y chocando con los cubiertos hace que Lucrecia se fije en los botones de la camisa y despegue la cabeza acostada al lado del limón tirado. Mira al mozo pero sin mirarlo y le pide un sobre de mayonesa. Mejor dos. El mozo apoya los sobres de mayonesa al lado del plato. Le toca los dedos de la mano derecha como sin querer. Lucrecia no reacciona. Tampoco dice gracias. Abre el sobre con los dientes y gira un poco a los costados, de reojo. La milanesa ya debe estar fría pero empieza a comerla despacio. La pincha con un tenedor de plástico y deja caer partes de mayonesa bocado de por medio. Por el reflejo del espejo el mozo espía la boca de Lucrecia. Se abre y se cierra casi de manera automática. Ella busca algo en su cartera. Un cuaderno puede ser. La milanesa por la mitad, las migas alrededor, el medio limón envuelto en la servilleta de papel, un cuaderno azul rayado, no toma agua ni nada, las uñas rojas apretando una lapicera, y las piernas descruzadas adentro del pantalón rojo abajo de la mesa.     

Siempre me gustó mirar el cielo. Me fascina la forma de las nubes. Más las del invierno, que son muchas y dejan espiar el frío. El contraste del verde fuerte de los árboles. Me enamoro de cada atardecer. Ese momento en que todo queda naranja y rosa y los colores no pueden describirse. Me emocionan las estrellas infinitas. Puedo quedarme una noche entera mirando eso que llaman luna llena. Los rayos de tormenta desde la terraza de la casa de Córdoba. O el primer momento del sol atrás del mar, y la arena en los pies.