Aquellas farras


El bar de Parera abre su puerta de vidrio desde bien temprano. A esa hora de la mañana en que la mitad de Buenos Aires sigue con los ojos cerrados y las veredas, todavía surcadas de agua, empiezan a secarse con las primeras partes de sol. Hay una mesita con dos sillas de almohadones violetas en la entrada. Soy la primera en decir buen día. Desde la pared de enfrente Carlos Gardel me guiña un ojo. Las mesas no son de madera. Son mesas de coser, como la que tenía una tía abuela en su departamento de Pueyrredón. Trato de mover con el pie la tecla de hierro de la mesa pero es imposible. Casi vuelvo a tener cinco años cuando jugaba a coser el saco de mi tía abuela y me concentraba pisando fuerte la base de la mesa de hierro que subía y bajaba mecánicamente. Se asoma un señor detrás de la barra y me sonríe. A esa hora se ven pocas sonrisas caminando por las veredas mojadas. Se acerca hasta mi mesa de coser y le pregunto si el jugo de naranja es exprimido. Tengo una obsesión con este tema. Cantidades de veces fui engañada por un vaso de jugo artificial. Pero Don Julio me asegura que prepara todo en el momento. No hay carta. Le pido unas tostadas, pero no tiene dulce, sólo queso blanco, me dice. Aprieto los labios tratando de disimular mi desilusión, pero Don Julio se da cuenta y me deja sola en el barcito minúsculo unos cinco minutos. Al rato vuelve con algo en la mano y una sonrisa triunfante. Me concentro en los renglones del libro que tengo arriba de la mesa y por momentos espío de reojo a Don Julio que silba desde la cocina armada atrás de la barra. Vuelve a mi mesa con el jugo de naranja recién exprimido y una colección de tostadas blancas calentitas con dulce de leche. No puedo estar más contenta. Empiezan a llegar algunas personas más: una señora cincuentona de anteojos oscuros y un vestido negro hasta los pies le pide un cortado a Don Julio y se sienta dos mesas más allá de la mía. Creo que me está mirando pero me concentro en el capítulo de Madrid. La señora de vestido largo se levanta y cambia su mesa de coser por la que está al lado mío. Si, me sigue mirando, pero no me incomoda. Aunque ahora me está mirando los pies: "Me encantan tus sandalias ¿dónde las compraste?" Y en un segundo cambié mi clase de la facultad por un una hora y media de una vida desconocida. Esa simple pregunta nos llevó al recuerdo de una isla griega y a todos los años vividos de ese vestido negro largo que escondía el cuerpo de una eterna adolescente nómade. Durante esa hora y media fuimos dos amigas íntimas sin diferencia de edad. Se tentó y también pidió unas tostadas con dulce de leche. "No debería" me dice con una sonrisa inocente. Pero en su vida había pasado demasiados no debería y fueron esos los recuerdos que reviví con ella desde mi mesita de coser: sus años de hija diplomática, el primer beso en México, el casamiento a los 18, la carrera frustrada, el dolor permanente del suicidio de su marido y después Londres y las bandas de rock, las mañanas porteñas, los Rolling Stone, el bar en la playa de Buzios, las clases de inglés, el silencio de su hijo, su segundo amor, lo tóxico de Buenos Aires, los árboles del sur, el sol de Córdoba y el terreno de Cruz Chica que le cambió la vida, el arte, la música, el ruido del río, el otoño de a dos, las begonias del jardín y las montañas por la ventana de cada atardecer. No quería irme a la oficina. Pero un señor de camisa y ojos celestes, o azules, pasó la puerta del barcito de Parera. Era Lucas, el segundo amor del que me había hablado mi amiga de vestido largo. Ella me presentó con palabras más empalagosas que el dulce de leche de mis tostadas. Lucas me saludó con un beso y me dijo que la locura de su mujer era contagiosa. Mejor, le dije. El la abrazó. Desde la pared de enfrente Carlos Gardel volvió a guiñarme un ojo.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario