Más liviano que el aire



Me gusta espiar la tarde por las ventanas de Villa Ocampo. Ese momento en el que parece que sólo existen las ramas de los árboles y el reflejo del sol abrazando el vidrio. No sé, es una parte de la tarde distinta a todas las demás. Esa tarde del sábado me acurruqué en uno de los sillones verdes. En la mesa había una torta de mandarina y otra de chocolate con nueces. Me quedé pensando cómo es que muero por cualquier tipo de chocolate, menos en el gusto del helado. Mi abuela siempre decía que era culpa de mi hermano: "en el mismo momento en el que vos estabas llegando al mundo, Sofía, tu hermano vomitó todo el helado de chocolate". En eso estaba dando vueltas mi cabeza cuando llegó Federico. Nos saludó a todos. Yo era la última. Mejor, mientras tanto me aseguraba disimuladamente de hacer desaparecer con la lengua cualquier evidencia de la torta de chocolate y nueces. Me sonrió y me saludó con un beso en el cachete. Yo le miré el pelo. Tenía algunas canas. Varias. Me pregunté para mi por qué no habría querido peinarse. Por ahí no tuvo tiempo. El me preguntó cuántos años tenía. Lo miré a los ojos. Tenía una mirada tan profunda y tan perdida a la vez que me confundía. "Veintitrés" le dije levantando un poco las cejas. No quise sonreír con dientes por las dudas. Federico Jeanmaire se sentó en el sillón de mi derecha. No sé exactamente cuántos años tenía él en su haber, pero puedo decir que era grande. Ese "ser grande" que todavía está muy lejos de mi mundo. Tampoco era tan grande. Tenía la voz gastada, pero no por el cigarillo. A mi me gustaba cómo respiraba profundo antes de dar alguna respuesta. También me gustaba mirarle los pies. Me intrigaba ver cómo los movía según las palabras y los temas que salían de su boca. Hablaba de la mujer holandesa de la que se había enamorado y de los riesgos. No le puso azúcar ni edulcorante al café. O era un té. No me acuerdo. Sí me acuerdo de sus aventuras en Europa. Me hacía reír. De su tía que adoraba, que él le mostró su primer novela y ella le dijo que era una porquería. Y lo mandó a leer a Don Quijote de La Mancha. De ahí su biblia y su único taller literario. Sí me acuerdo de los últimos días de su papá. No quería emocionarme en ese sillón verde, pero no pude evitarlo. Los pies de Federico estaban apretados y así como estaban, sin moverse, escribían en voz alta los días del cáncer y las páginas del libro "Papá". Tomó un sorbo de café, o té, y apoyó la taza. Otro respiro. Le tocaba responderme a mí. "¿Qué es lo que más te preocupa?" le pregunté con cierta ansiedad. Federico deshilvanó de un solo tirón eso que más le inquietaba: "Lo solos que vivimos todos y los difícil que nos resulta comunicarnos, y que es esa soledad la que termina por generar violencia. Pero lo que más me inquieta por sobre todas las cosas es lo complicado del amor"

1 comentario:

  1. Bien por Jeanmaire. ¿Cuando vamos juntas a Villa Ocampo y nos sentamos a escribir eh?

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