Cómo puedo elegir las palabras para cada mirada. Miradas mudas. Miradas sordas. Pero que hablan por sí solas. Cómo puedo describir los mundos de esas miradas. Mundos desparejos que se encuentran a cualquier hora y en cualquier momento. Momentos grabados en el reflejo de las pupilas ajenas. Se pierden. Aparecen. Partes sueltas de un rompecabezas. Y entonces vuelven. Cuando cerramos los ojos, cuando dejamos en suspenso los pensamientos. Vuelven a nuestro recuerdo todas esas miradas perdidas, causales, buscadas, imprevistas. Y me encuentro otra vez con los ojos del bar de la calle Thames. Que no tienen nombre, pero sí una mezcla de inocencia y picardía con mucho gusto a hombre. El llega a la mesa y hay algo. Ella me dice "Sofi, mi hermano". Pero nuestras miradas todavía no se encuentran. Es que esos ojos de camisa a rayas tienen una cerveza en una mano y un vaso a medio llenar en la otra. Qué soberbio. Me da bronca. El sigue llenando su vaso de espuma con extremo cuidado. Lo miro medio de costado. Estoy sentada cerca de la puerta y el frío de la madrugada le gana por goleada a mi bufanda de lana. Deja el vaso y me da la mano. Entonces somos dos desconocidos. Pero no quiero separar mis ojos de los suyos. Lo más raro es que mi amiga vuelve a presentarnos. Y esos ojos marrones vuelven a darme la mano. Son esos momentos anónimos. Son las veces de una noche que ya fue. Miradas que no vuelven a encontrarnos. Y sin embargo están ahí. Coleccionamos todas esas miradas que nos dejaron "algo". Y no se repiten. Sólo puedo volver a vivirlas en mi cabeza, hasta que se olviden. Hasta que se pierdan de un trago amargo en la espuma de otro vaso de cerveza.
Dos gin tonic y un beso
Es que no tenía idea que él iba a cambiar sus seis meses en Andorra por una primavera en Buenos Aires conmigo. Pero menos idea tenía que me iba a gustar el típico rider de la nieve, el que se llevaba por delante las bajadas más empinadas del Cerro Catedral, el que coleccionaba cada una de las miradas adolescentes, el que me salvó los huesos en una curva imprevista, el que me dijo: "te veo a la noche en el bar" y siguió surfeando las olas blancas como siempre. Y quién hubiera pensado que esa noche mis amigas me iban a decir "mirá, alguien te está buscando". Tampoco esperaba esa llamada a las 6 de la tarde, si nunca le había dado mi número y ni siquiera esperaba que se acordara mi nombre. Yo no me sabía el suyo. Pero los llamados insistieron hasta el barcito de madera y los dos gin tonic sobre la mesa. El me hablaba del mundo, del freestyle en la nieve y en su vida, de los saltos, de sus viajes, de su casa en frente del lago. Y mientras tanto yo me enamoraba en el medio de un invierno de ocho grados bajo cero. Me miraba a los ojos y me robaba una sonrisa cada dos minutos. El problema: él vivía en las montañas y yo en el cemento. Los kilómetros de distancia no me tentaban. Pero no sabía que a la vuelta de mi viaje me iba a sorprender llamando a mi casa todos los días y que iba a pasarme una hora y media acostada en la cama con el teléfono pegado a la oreja. Lo que parecía un amor de invierno se alargó hasta Septiembre y seguimos agarrados de la mano hasta principios de Diciembre. Siguió sorprendiéndome, esta vez a la salida del colegio. Pero ya me había ido y tuvo que preguntarle a personas cualquieras si me conocían y en dónde vivía. Y en el medio del camino a casa escucho que gritan mi nombre y me tocan la espalda. Ahí estaba el rider de la nieve, esquiando las veredas de Belgrano y con una caja de chocolates en la mano. Después siguieron las pizzas, los mediodías porteños, los caramelos, los besos, las idas, la vueltas y por supuesto, mis miedos. Miedos desordenados en una cabeza inquieta y soñadora de 17 años. Nunca hubiese pensado que después de todas las mariposas iba a dejarlo esperando en la esquina de Migueletes y Libertador. Pasó un año cuando recibí un e-mail de él contándome que se había mudado a Buenos Aires. Pero yo ya había perdido los miedos y estaba de novia por primera vez desde el otro enero. Desencuentros, siempre llegan en los momentos equivocados. Hasta que volvimos a encontrarnos. Mucho después de mi ex. Nos sentamos en una mesa de afuera en Las Cañitas y pedimos pizza con rúcula y panceta. Entre cada cerveza volví a encontrarme con la sonrisa del rider, el mismo al que no podía ni ver mientras esquiaba porque se hacía el canchero, ese mismo que me dijo que iba a buscarme hasta el cansancio después del invierno. Ahí estábamos los dos otra vez. Yo con 22 y él con 26. Pero ese jueves volví a tener 17 y él volvió a robarme sonrisas durante toda la comida y algunas más, hasta la puerta de casa, antes de la despedida.
Antevasin: Persona que vive en el límite
"Casas hechas sobre la arena con hojas de palmeras y cañas de bamboo. Dormimos afuera, no hay electricidad y tampoco agua; se consigue de un pozo del cual mamá Tierra nos provee permanentemente. Los días de luna llena no necesitamos del farolito. Para despertarnos amanecemos con la luz del sol..."
"Estoy dónde y cómo quiero: viviendo con y como ellos"
"Veo a los nenes jugando en el borde del pasto, donde termina la tierra y empieza el cemento de la ruta, los veo descalzos, caminando, cargando bolsas de troncos que los doblan en peso, los veo que saludan con una emoción desenfrenada a cada auto que pasa a su lado... Veo cómo cocinan las madres sobre la tierra, veo cómo descansan en la minúscula sombra de lo que se nota que antes era un árbol, veo las grietas en el piso que dan a entender la necesidad de agua con la que cuentan esos suelos, veo cómo viven estas personas a un lado del camino.."
"Y volviendo del proyecto le digo a Max: non so perché... ma solo per questa vita.. Sono felice!"
"La gente nativa del lugar no habla ni media palabra de inglés, tampoco italiano. Sólo kiswahili. Y los más chiquitos de la fundación hablan su propio dialecto. ¿Cómo cruzar al otro lado sin transgredir un código de culturas no habladas que se encuentran? Protegidos por la seguridad imaginaria de un metro de distancia, se quedan mirándome, entonces entiendo las ganas contenidas de agarrarme la mano. Pero son ellos, con sus miradas y sus ojos brillantes, los que invitan a uno a animarse a dar el paso. Todas las diferencias se desploman cuando una de las manos busca la del otro, contagia al de al lado y como efecto dominó van aferrándose a mi brazo despacio, tocándome el pelo y la cara y empiezo a escuchar por primera vez sus vocecitas..."
Dafne
Al norte. Muy al norte de Argentina.
Un día hay vida. Vuelvo a hundir los pies en la tierra del norte y se quiebran las piedritas de barro acurrucadas en los bordes. El cielo es más profundo que el mar y me abraza todo el cuerpo. No me quiero soltar. Las calles de Iruya son cuesta arriba y me pesan las piernas. Me gusta sentarme al costado del río y dejarlas colgando sobre el agua fría. El calor no duerme siesta y me empalaga los labios. Apoyo la espalda sobre la sombra de un árbol. El mismo árbol que hace de casa para Tiago y Juan. Me había olvidado de respirar todos estos años. Quiero inflar el pecho de bocados de aire fresco. Y soltarlo como velitas de feliz cumpleaños. Hay montañas infinitas de color verde. El sol envuelve cada esquina de las paredes de arcilla. El silencio insiste en quedarse a vivir para siempre. El aroma a tamales y maíz tostado empieza a empapar la tarde. Hay colores de feria en la plaza de acá a la vuelta. La gente está despierta. No sé de dónde salen, pero traen la alegría de lo simple entre sus manos. Antonia y María tienen la boca cubierta de helado de frutilla. Mi amigo artesano sigue cantando. En unas horas hay peña en la plaza. Mientras tanto me pasa la tarde despacio. Muy despacio. Tan despacio que puedo acostarme en el pasto gastado y cerrar los ojos. Abrirlos y que la luna me esté mirando. Una luna más grande y más brillante que la de mi ventana de Buenos Aires. Y puedo contar las estrellas porque el tiempo en esa tierra no cuenta ni espera. Sólo hay vida. Sólo hay días. Y noches enteras de montañas azules y acordes de guitarra abajo de las nubes.
Piratas del Caribe
Ok. Los hombres pueden ser piratas y ser unos genios. Pueden vestirse de Don Juan y ganarse al universo femenino entero.Pueden jugar a Superman y convertirse en los preferidos de todas las minitas del lugar. Pueden ir y venir como barriletes y tener reservas de mujeres siempre. Pero si nosotras tenemos más de un candidato barajado quedamos socialmente expuestas como lo más bajo de toda la cadena alimentaria del planeta. Si no existe la amistad entre el hombre y la mujer no es mi problema. Lo intento, pero siempre alguna de las partes cruza esa barrera. Una vez, un ex, nos mandó el mismo mensaje a mí y a dos amigas, la misma noche, con cinco minutos de diferencia. Lo peor de todo es que a una le erró el nombre. Pobre hombre. Tuvimos que tomar venganza en el asunto. No podíamos permitir que saliera impune de semejante obra de piratería sólo por respetar su costumbre. Pero a pesar de todo, hoy sigue siendo el más ganador y un gran conquistador. Qué injusto. Ellos son piratas por puro instinto hormonal, pero en mi caso necesito serlo para que tome forma el verbo "olvidar". No me queda otra opción. Después de no tener la mano de él en mi mano por mucho tiempo es mejor empezar de nuevo. Pero elijo todo lo que no sea serio. Busco clavos pasajeros. Compro un tequila, y si hay dos por uno mejor todavía. Me conviene volver a ser distante y presumida. Hacerme la distraída. Aceptar salidas. Mantenerme divertida. Prefiero tirar papel picado y no volver a pisar el palito del pasado. El problema es que mi colección de clavos se fue por el inodoro. Literal, no jodo. Creo que no me queda otra que dejar el disfraz de pirata y volver a la normalidad. O comprarme de nuevo un celular y de una vez por todas dejar de maquinar la cabeza, cerrar las puertas entreabiertas y volver a disfrutar. El tiempo dirá.
Te despido en Grecia
Nos soltamos el pelo antes del atardecer y llegamos corriendo, envueltas de tierra, a la piedra más alta de nuestra montaña preferida. Era casi el final del verano griego. El sol naranja, inmenso, lejos de todos pero cerca de todo. El agua clara del Mediterráneo bordeando el escenario de arena. Las estrellas, infinitas, tímidas, en suspenso. Los últimos pájaros escondidos. El cielo en su parte más profunda. El silencio del viento raspando los olivos. Y nosotras dos, respirando el mismo acorde de Agosto. Despidiendo la tarde hombro con hombro. Ya sabíamos que ése era el último atardecer juntas por mucho tiempo. Me acuerdo que tenía miedo. Ya me había soltado de la mano de Jor hace tres años, y ahora me tocabas vos. A las nueve menos cuarto vimos los últimos pedazos de sol. Se escondieron en el fondo del mar, junto con todos mis miedos y la tristeza apretándome el pecho. Quería quedarme para siempre en ese lugar. Sentadas en las piedras, con los pies llenos de tierra, las mejillas tibias, la espalda fresca, el viento soplando con fuerza y tu sonrisa de felicidad abrazándome hasta el final.
En el baño del boliche
"La puta madre que te parió" escuchan las piernas flacas de todas las mujeres esperando en la cola del baño. No me puede estar pasando esto a mí. No en este momento por favor. Pero la evidencia se reía ante mis ojos desconsolados y mi boca de patito mojado. Fue en un segundo. Adentro de esas cuatro paredes claustrofóbicas. De puntitas de pie en el piso pegoteado de humo y alcohol. De repente escucho un "clacccc" profundo y delatador. No estaba haciendo number two, eso seguro que no. No quería espiar. Pero fue inevitable. Matame. Ahí estaba el celular. Mi mejor amigo. Muriéndose ahogado en el fondo del inodoro enemigo ¡¡¡¿Qué carajo hacías en mi bolsillo?!!! Encima ni siquiera estaba flotando. Dale Sofía, meté la mano. Qué asco. Finalmente lo rescato y salgo con el aparatito en coma cuatro y goteando. Empiezo el proceso de reanimación cardiopulmonar. Pero soplarlo y agitarlo no da resultado. Al quirófano. Lo abro al medio. Le arranco el pulmón cuadrado y mojado y lo doy vuelta. Sigue sangrando. Hay agua por cualquier lado. Dejo la batería a un costado. No la toques borracha, le digo a la de al lado. Es el momento. Cirugía a corazón abierto. Y ahí estaba. El minúsculo chip dejando de latir. Arrugado y desteñido. Indefenso y herido. Soplo otra vez y lo dejo secándose abajo de la máquina de aire caliente por un buen tiempo. No me molestes, secate las manos con papel higiénico, le digo a una que me mira con cara de perro. Recompongo cada parte de su cuerpo y con los dedos cruzados de una mano intento prenderlo. Dale, vos podés. Espero. Intento de nuevo. No hay caso. Los ojos me miran desde la pantalla empañada casi blanca. Sé que es la despedida. Voy a buscar a mis amigas. No puedo soportar el velorio sola y encima en el lugar de la muerte repentina. Todas me dicen que me olvide, que espere a secarlo al sol al otro día. Pero yo sabía que las aventuras de esta dupla habían conocido el fin esa misma noche. Y no había lugar para los reproches. A la mañana siguiente, lo predecible: el pobre estaba muerto. No podía salvarlo ni el mejor médico. No lo puedo creer. Estaba en su mejor momento. Pero todo pasa por alguna razón y tengo que admitir que, al final, el suicidio de mi celular no me vino tan mal. Ya me lo dijo Inés, que está bueno ser hippie por un tiempo. Lo acepto. Por ahí, durante ese tiempo, aprenda a atarme los dedos y logre evitar otra declaración de amor irreparable y vergonzosa por mensaje de texto…
On the beach in Hawaii
Nada, que el sábado a la tarde no quería dejar de escuchar a Luli. Que me miraba con esos ojos grandes rebalsados de buena energía, y se peinaba el pelo largo mezclado con las trenzas de colores de verano. Movía las manos con decisión y contundencia. Me hablaba de las escamas frías de los peces, de las manos del capitán del barco, de los quinientos amaneceres, de las clases de baile a las señoras grandes, de la selva y el fuego entre las piedras, de los pies corriendo las playas desiertas. Se reía a carcajadas. Contagiosas. Bien fuertes. Me tentaba de risa y ganas con cada palabra. Nos tomamos todo el jugo de manzana y el café con leche. Se nos pasó la tarde en el sillón verde, entre sus historias de amor con gusto a arena y mis ojos esperando ansiosos el final de los capítulos de esa novela. Soltaba los recuerdos como el azúcar en sobre y buscaba en su memoria fresca las mejores noches despierta, las de los arco iris de luna y el cielo tapizado de estrellas. Su felicidad empapaba cada centímetro de mis venas inquietas y golpeaba mi cabeza como olas del Pacífico rompiendo caprichosas y resueltas en los bordes de arena. En ese momento sólo quería subirme a una tabla y olvidarme de todo lo demás. Luli me dijo que toda posibilidad sólo tiene un enemigo: uno mismo. Y me escribió en la mano: "Salí a la vida, que te está esperando". La extrañaba. Logró contagiarme sus mismas ganas, que no eran más que las mías escondidas, dormidas. Las de armar la mochila y aterrizar en una playa desconocida, subirme a una bici y pedalear. Pedalear sin saber hasta dónde voy a llegar.
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