Nada, que el sábado a la tarde no quería dejar de escuchar a Luli. Que me miraba con esos ojos grandes rebalsados de buena energía, y se peinaba el pelo largo mezclado con las trenzas de colores de verano. Movía las manos con decisión y contundencia. Me hablaba de las escamas frías de los peces, de las manos del capitán del barco, de los quinientos amaneceres, de las clases de baile a las señoras grandes, de la selva y el fuego entre las piedras, de los pies corriendo las playas desiertas. Se reía a carcajadas. Contagiosas. Bien fuertes. Me tentaba de risa y ganas con cada palabra. Nos tomamos todo el jugo de manzana y el café con leche. Se nos pasó la tarde en el sillón verde, entre sus historias de amor con gusto a arena y mis ojos esperando ansiosos el final de los capítulos de esa novela. Soltaba los recuerdos como el azúcar en sobre y buscaba en su memoria fresca las mejores noches despierta, las de los arco iris de luna y el cielo tapizado de estrellas. Su felicidad empapaba cada centímetro de mis venas inquietas y golpeaba mi cabeza como olas del Pacífico rompiendo caprichosas y resueltas en los bordes de arena. En ese momento sólo quería subirme a una tabla y olvidarme de todo lo demás. Luli me dijo que toda posibilidad sólo tiene un enemigo: uno mismo. Y me escribió en la mano: "Salí a la vida, que te está esperando". La extrañaba. Logró contagiarme sus mismas ganas, que no eran más que las mías escondidas, dormidas. Las de armar la mochila y aterrizar en una playa desconocida, subirme a una bici y pedalear. Pedalear sin saber hasta dónde voy a llegar.
NO LO PUEDO EXPLICAR.
ResponderEliminarSOFIA STAVROU. BRILLÁS. SIMPLEMENTE BRILLÁS.