Aires de tirana

Cuando tenía cinco o seis, les cortaba el pelo a las Barbies al estilo carré. Fue en ese momento cuando empezaron a quedar al descubierto mis primeros indicios de tirana: las Barbies elegidas para complacer mis caprichos eran las de mi hermana. Las mías seguían teniendo el pelo largo y lacio. Igual ella casi nunca se enojaba. Es más, no le gustaban las Barbies y yo la obligaba a jugar aunque no tuviese ganas. Cuando estaba enferma y me aburría sola en casa, me llevaba una mesita afuera, sin que la empleada me viera, con sillitas de madera, y sentaba a toda mi colección de osos, más un conejo, que era medio ciego pobre; un día sin querer le saqué un ojo. Servía nesquik y un pilón de tostadas y obligaba a cada invitado a que se lo tomara. Las tostadas me las comía todas yo, con muchas ganas. Las veces que venía una amiga a casa no desistía de mis aires de tirana: nadie podía caminar adelante mío por los pasillos porque "yo soy la reina, y en todo caso vos sos princesa, porque yo lo digo" Después me hacían lo mismo en sus casas cuando me tocaba a mí el papel de invitada. Me tenía que tragar la bronca como mala perdedora y no estaba acostumbrada. Para alivio del resto, al poco tiempo la tiranía fue llegando a su fin. Aunque tengo que admitir que quedaron cenizas, por decirlo así. Ahora no estoy viviendo con mi hermana y obligar a alguien, que no sea un oso de peluche o una Barbie, a tomar el té, sería lo más parecido a la esclavitud de un poco más del siglo diez. Pero una mínima parte de tiranía amenazaba con resurgir a escondidas. Esta vez fue con el único súbdito que me podía entender: Felipe, mi perro maltés. Lo senté en una silla y le pinté las uñas de sus cuatro patas cortas de color rosa. Al rato pensé que no le quedaba tan bien con el color de su piel. Entonces le volví a hacer la manicure otra vez, pero con el esmalte de color azul, el mismo que usa mi  tía Lulú.

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