Canción escondida



Había dejado la guitarra en la oficina desde el día de la audición. Fui a la clase de Charcas y Anchorena, que por ochenta pesos me hizo mover todo el cuerpo con energía y buen humor durante el mes de febrero. Terminamos a las ocho y media y me fui caminando a la parada del colectivo con la guitarra, mi amiga Ana y nuestras musculosas blancas todavía transpiradas. Subimos al 152 y nos quedamos paradas entre todas esas caras cansadas, y desanimadas. Cada pasajero iba abismado en el teclado de su teléfono o inmerso en los auriculares, a un volumen que no les permitiera tener conexión con el ruido de la calle. Me senté al lado de mi amiga, pero en el escalón del piso, cerca de la puerta. Me miré cómo estaba vestida y me reí. Todavía con la ropa de la clase de baile, las hawaianas negras, el pelo sucio en un rodete desprolijo, y el tatuaje intacto en el tobillo. Pensé en los artesanos, o en los hippies, como generalmente los identificamos. Pensaba con qué frecuencia se bañan, si se compran ropa, si les molesta la moda, si alguna vez usan camisas de manga larga y corbata, si tienen cuentas bancarias, si alguien les hace las rastas en el pelo o se les hacen solas, si tienen novia, si toman taxis, si les importa la hora, si son nómades o duermen en casas propias. Ana me preguntó cuál era esa canción que siempre cantaba en casa. Yo estaba cansada, pero no físicamente. Estaba cansada de ver a toda esos desconocidos del colectivo, despiertos pero al mismo tiempo dormidos. Estaba cansada de la vida prefabricada. Sentada en ese piso, sucio, pegoteado sin embargo me sentía a gusto, como uno de los artesanos con el pelo largo y los pies cansados, con la piel curtida por el sol, con las manos llenas de tierra y de historias viajeras, pero con una sonrisa firme y de verdad. Empecé a puntear los primeros acordes, y sentía las miradas de la gente. Cantaba como si fuera la última vez que pudiera hacerlo. Cantaba sin que me importaran las miradas extrañas. Cantaba, y en ese momento fui feliz, con mi voz y mi guitarra. Disfrutaba cantando esa canción que tanto me gustaba, que era mía, y ahora se la regalaba a todas esas personas dormidas. La menor, re, sol. Y se terminó. Me gané varios aplausos y el dedo gordo del chofer levantado. Fueron tres minutos, no mucho más que eso. Pero valió la pena el boleto y estar sentada en el suelo. Son esos momentos desprevenidos y tan simples los que hacen que mi día tome otro sentido. Por una sola sonrisa de alguien desconocido, por las palabras de una amiga, por la  felicidad de sentir que no existe el tiempo ni otro lugar, y que el presente es el único momento para afinar la guitarra y ponerse a cantar.

8 comentarios:

  1. bello bello. como me gusta ser hippie, sobre todos en mompiche..

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  2. jajajja cooomo me perdi la cara de anita cuando decidiste convertirte en pide limosna con guitarra en en el bondiiii!a todo esto!queremos escuchar el tema??
    te encuentro en el SUBTE Linea D mañana dps de las 10 hs estacion callao!llegas??
    Chicos us vienene nooo?!?!?
    Black

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  3. YO ME PRENDOOOO! LLEVO LA GORRA!
    LAS QUIERO AMIGAS DE MI ALMA!

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  4. Hace unos días un amigo supo que yo había viajado 17 horas en un micro y me dijo: "cómo pudiste hacerlo sin música?"
    Ayer volvi a comprarme mi mp3 numero catorce (siempre los rompo, no se qué pasa) y hoy venia caminando por tribunales feliz..escuchando music y pensando retomo YA mis clases se guitarra! y llego ahora al faceb y me encuentro con tu blog, voy a tomarlo como otra señal..te felicito sofi, siempre estas repartiendo inspiración! gracias! Vicky Fila

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  5. GEEEEENIA DE LAS GENIAS!!!! eso es hacerle caso a tu sed! ser fieles a lo q nos pide la piel, siempre.

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  6. Momentos simples y desprevenidos. Quiero escucharte cantar esa canción, pero en el colectivo, sucia, cansada y con la piel curtida por el sol :)

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