Mi profesor de Divorcio me avisó por mensaje de texto que la clase de hoy se suspendía. Fue la mejor manera de empezar el día. Igual me quedé en la cama, dos horas más, abrazando con gusto la almohada abajo de mi cara. Pero se me pasó un detalle bastante grave: me olvidé de cambiar la alarma y seguí de largo, soñando y durmiendo profundo toda la mañana. La pucha, siempre lo mismo, tendría que dormir con Felipe al lado mío así me despierta de un ladrido. Salí apurada como de costumbre, con el pelo mojado pero con el ipod enchufado a los oídos y las monedas en el bolsillo.
Me tomé el bondi que encima tuve que correrlo para no perderlo. Buen día, uno veinte por favor. ¿Y las monedas? Juré que las tenía. Me fijo en los bolsillos y estaban vacíos, y en la billetera tenía algunas, pero colombianas y ecuatorianas. Espere un minuto que me fijo en la cartera, seguro que tengo algunas sueltas. Libros, chocolinas, cindor, llaves, un cable ( ¿para qué carajo tengo un cable?), papeles, crema, anteojos de sol, un esmalte, perfume, desodorante, curitas, cepillo de dientes, un antifaz verde, (?), un pendrive, el celular y nada más. No tengo ni una moneda. Bueno pasá igual, me dijo el chofer con una mueca. Y me escurrí por el fondo, cerca de una ventana abierta. Devoré las chocolinas mientras escuchaba un tema de esos que levantan hasta a una muerta y leía la carta que me había escrito mi primo, el de rastas, que había guardado en mi mochila el último día en esa isla. Desde esa vez siempre la llevo conmigo y me habla, cuando tengo ganas, de la vida, de las señales, de los riesgos, de las verdades. Estaba contenta, pero me había quedado atrapada en el renglón de las señales pensando en que ya no sabía si creía en eso todavía.
Santa Fé y Coronel Díaz, sube bastante gente y siento en la frente que alguien me mira. Levanto la vista y ahí estaba él. Yo adivinando si me iba o no a reconocer. Pero me seguía mirando y yo no podía evitarlo, me sacó una sonrisa. Era Marcos, el de la guitarra, el que me corrió cruzando la avenida, el de la servilleta con su nombre que le dejó al portero de mi oficina. Se acercó pidiendo permiso entre la gente y me dijo hola, como si me conociera de siempre. Yo iba por mi décima chocolina y antes de devolverle el saludo le ofrecí una galletita. Es que me ponen nerviosa esos tipos de situaciones desprevenidas. El se reía, y esa sonrisa me curaba el día. No me importaba que fuera alguien que no conocía, no me importaba que no supiera ni mi nombre, no me importaba que se tratara de otro hombre. Porque hay veces en las que es necesario dejar lo que nos pasa por dentro de lado y no cerrarnos sólo porque esos recuerdos sigan estando.
El gordito simpático que tenía sentado al costado (ocupando más lugar del que le correspondía de su lado) nos miró hablando como dos extraños cercanos y le dejó el asiento a Marcos. Y volví a tenerlo cerca mío, hombro con hombro, como la vez que lo conocí leyendo el libro. Volví a sentirle el perfume de su camisa recién lavada. Lo que más me gustó de toda la charla fue que no me haya preguntado nada de la servilleta y se haya aguantado las ganas de saber por qué no lo había llamado en toda esa semana. En los diez minutos que quedaban antes de bajarme hablamos de mi hermana que está en Africa, no sé cómo salió el tema, pero él me escuchaba y me miraba. Ya me tenía que bajar, él seguía un poco más, pasando Libertad. Pero se bajó conmigo y de despistada que soy casi me pisa un colectivo.
Me agarró fuerte de la espalda y se quedó sosteniéndome los hombros con las dos manos, sin ganas de soltarlos. Fue un segundo, pero de los más lindos. No, no, no, no. Qué estoy pensando. Mejor me voy rápido. Pero antes quería hacerme la película y preguntarle si creía en las casualidades. Y su respuesta me dijo todo: Creo que nada es coincidencia, no existen las casualidades, todo se trata de causalidades. Mejor respuesta no había, era igual a mi filosofía de vida. Yo quería irme corriendo pero al mismo tiempo quería quedarme escuchando eso. Y en ese momento no me fijaba en lo superficial, en que estaba bárbaro, en que la camisa le quedaba tan bien, en que usaba reloj, en que me encantaba el tono de su voz. En ese momento sólo quería irme a tomar un licuado de banana y seguir hablando toda la mañana. Era lo que necesitaba. Marcos se adelantó a mis pensamientos y para evitar que me fuera corriendo como la otra vez, me sacó el teléfono de las manos y se llamó a él.
Me dijo que esta vez no lo perdiera, que él iba a estar esperando porque sabía que teníamos que volver a encontrarnos.
Yo no sabía qué decirle y le dije que tuviese cuidado si maneja, porque ahora en Panamericana te tiran huevos en el vidrio de adelante o en la ventana, que no prenda el parabrisas por nada, porque eso hace un enchastre de yema y clara y te nubla toda la vista y ahí te roban, cuando no podés seguir manejando ni podés ver nada. Mejor me voy que llego tarde. El se tentó de risa, y me miró con esos ojos claros que sentía que conocía desde hacía rato. Nos vemos uno de estos días, Sofía. Le sonreí y crucé la puerta de mi oficina. ¿Sofía? ¿En qué momento le había dicho cómo me llamaba? No entendía qué era todo esto que pasaba. Volví a sacar la carta de mi primo y terminé de leer el párrafo en el que me había perdido. Creo que todavía existen las señales de las que me hablaba y no puedo dejar que se pierdan en la nada. Todo pasa por alguna razón, y esto también seguro es parte de algo que todavía no sé pero, mientras, me saca más de una sonrisa, y eso me hace bien.
Me caigo y me levanto!!! Tengo todas las fichas puestas en Marquitos, manteneme al tanto de la historia te lo pido por favor.
ResponderEliminarme encanto!!! besos
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