Hablemos de esos recortes de telas y tamaños varios que nos sostienen la cola durante todo el año. Hablemos de ellas, las estrellas de la noche, las que muchas veces le ganan al escote. Hablemos de las bombachas, tanguitas, bombachones, bombachitas, culottes o vedettinas. Porque hoy a la mañana, cuando abrí el cajón de mis bombachas, me sentí bastante decepcionada. No sólo porque no estaban ordenadas, sino porque de repente escaseaban. Sí, es un misterio, pero durante el año pareciera como si las fuera perdiendo. Está bien, había vuelto del campo y seguro muchas todavía se estarían secando. Pero en el verano tenía muchas más que ahora. Por ejemplo, ¿qué pasó con esa de corazoncitos rosas? ¿Y todas las de Zara que me había comprado por tres euros en España? ¿Dónde están las básicas blancas que son tan cómodas? Y las más lindas de encaje negro, y las rojas de año nuevo, ¿qué hicieron? Ahora soy hija única, osea que a mi hermana no le puedo echar la culpa.. Y mis amigas no usan mis bombachas, que yo sepa, salvo que sea una urgencia. Decidí dejar de lado las incógnitas, ya iba a salir a la luz la verdad, y agarré una cualquiera sin mirar para emepezar a vestirme, y no llegar tarde a la facultad. Pero otra vez la crisis. La bombacha que tenía en la mano era de las que me apretaban demasiado. Y ahí me di cuenta, que todas ellas eran víctimas de una clasificación desparramada por el cajón y sólo algunas muy selectas eran mis preferidas. Estoy hablando de discriminación. Ahí estaban, las que nunca uso, las demasiado ajustadas, la de mala suerte, la de encaje verde que me regaló una tía cincuentona y soltera, y nunca la usé por miedo a que tuviese algún gualicho como el de ella, las que me regaló mi abuela y me quedan grandes, la que no usaría nadie, la que tiene un agujerito del lado derecho, la que se destiñó en el lavarropas y es un intento de color negro, la que no tiene costuras y sólo la uso con un vestido determinado una vez al año, las mini cola-less que en verdad están bastante bien, pero las uso alguna que otra vez al mes. No quería usar ninguna de todas esas, sólo quería a todas mis otras bombachas secándose o a las que habían desaparecido sin hacérmelo saber. Me acordé que en lo de mi prima había dejado varias (limpias). Pero ahora me desesperaba, y me incomodaba tener que meterme en una cola less a las siete de la mañana. ¿Era verdad que Graciela Alfano no usaba bombacha? No sé, pero si era así la envidio, nunca habrá tenido este tipo de trauma divino. En fin, esta semana voy a renovar mi colección de bombachas y deshacerme de todas esas que nunca me dan ganas de usar, ni siquiera en la urgencia de la mañana. Ah, y si alguien encuentra cualquiera de las bombachitas anteriormente nombradas, sería de mucha utilidad si me las hicieran llegar a la brevedad.
Otoño vestido de flores
Hay sonrisas que, en los primeros fríos de otoño, alargan el verano, cuando el cielo se tiñe de un gris despintado y las hojas de los árboles se entrecruzan con las pisadas a contramano. Una de esas sonrisas es la de Maggie, que me abre la puerta de vidrio en Recoleta y me contagia su energía de vida sin conocerla.
Hay personas que hacen que los días valgan la pena, que inventan sus propias reglas, que descosen los problemas y tejen canciones con vestidos de flores a su manera, que diseñan pasos de baile en lentejuelas, tardes de amigas en rayas de colores y tacos de madera, lunes de camisas rosas y trenzas en la cabeza. Personas como ella.
Hay miradas que inspiran sin decir una palabra, que transmiten creatividad y ganas de intentar, que invitan a quedarse un rato más, que renuevan el aire, que alegran un pedazo de tarde. Personas como ella. Personas como Maggie.
Raíces caprichosas
Hermana mía,
raíces caprichosas.
La sangre es la misma,
las venas, otras.
Vos en Kenya,
yo en Argentina.
Tus calles son de tierra,
las mías son de mentira.
Tu amanecer es el sol,
el agua fresca y el calor.
El mío es el ruido,
del otoño partido y el despertador.
No existe el tiempo
en tu cielo africano;
el reloj porteño respira
apurado y sin descanso.
Tus manos escriben con tiza
el pizarrón gastado.
Las mías escriben cada día,
los renglones de papeles en blanco.
Hermana mía,
raíces caprichosas.
Respiramos la misma luna,
vivimos distintas cosas.
Macho man
Me encanta cuando los hombres van caminando por la calle con un ramo de flores en la mano. Me parece algo totalmente bien de macho, aunque algunos piensen lo contrario. Me quedo mirándolos y me imagino a dónde va a terminar ese ramo. Me invento historias en la cabeza: si discutió con la novia y le quiere pedir perdón, si conoció a alguien el fin de semana y quiere sorprenderla dejándola boquiabierta, sin palabras, o si es sólo parte de su rutina de pareja enamorada. Por ahí si de chica no hubiese visto tantas películas de Disney, y de grande no hubiese seguido con las típicas de besos y finales felices, no me habría desvivido por todas estas escenas de amor de cine. Pero crecí curtida por todas esas princesas de película. A veces es molesto, pero no me quejo. Me encanta que me sorprendan con jazmines, margaritas o rosas. Es el regalo que más feliz me hace por sobre cualquier otra cosa. De las veces que me regalaron flores hay una que le ganó a todas las demás. Fue cuando me dejaron un ramo de rosas y un sobre con mi nombre en la puerta de mi oficina. Morí de amor todo el día. Son esas reacciones de los hombres las que seguro sean el motivo de la risa entre su grupo de amigos, siempre listos y atentos a cada movimiento del que está en camino a dejar su estado de soltero. Pero son esos detalles también los que me enamoran cuando nadie me ve, y me dejan pensando que todavía están los que se la juegan de verdad: los que van por la calle con el ramo de flores, la cabeza levantada y la mirada enamorada.
En la puerta del boliche
Estábamos en nuestro mejor momento. Hace un par de años atrás más o menos. Pero todavía éramos un poco celosas y caprichosas. Lo peor de todo es que mi amiga y yo estábamos demasiado sobrias cuando decidimos abandonar el preboliche a las dos y convertirnos en Watson y Sherlock Holmes. Averiguamos todas las maniobras del grupo de chicos que nos gustaban y nos tomamos un taxi hasta la puerta del boliche sólo para espiarlos sin que se dieran cuenta dónde estábamos. Nos quedamos escondidas en el hall de entrada de un edificio en la otra cuadra, nos asomamos con mucho cuidado y ahí estaban. El de ella y el mío. Nosotras nos moríamos de frío, pero no importaba, sólo queríamos verlos aunque estuviesen de espaldas. De repente vemos que uno de ellos saca del bolsillo su celular, marca un contacto y se lo lleva a la oreja listo para hablar. Casi me agarra un pre infarto cuando escucho que es mi celular el que empieza a sonar. Me estaba llamando. La miro a mi amiga, nos escondemos mejor, pero ¡¿¿atiendo o qué hago??! ¡Decime vos! Ellos seguían de espaldas, no nos veían, asique era imposible que nos hubiesen descubierto en el papel de espías. Decido no atenderlo, por los nervios. Pasó un poco más de media hora y a nosotras nos agarró un ataque de risa descontrolada. Hasta que volvimos a fijar las miradas en nuestros candidatos y no los encontramos. De repente había más gente y lo que pensábamos que era la cola para entrar a la fiesta era una pelea, y en el medio de las piñas encontramos como Wally a nuestros dos queridos rugbiers. Esperamos que terminara esa cosa de hombres innecesaria y cruzamos de cuadra, como si nada, como recién llegadas a la misma fiesta, como si se tratara de una coincidencia. Y nos salió muy bien la jugada: uno con el ojo lastimado sólo quería irse a su casa, la vio a mi amiga y enseguida se le dibujó en la cara una sonrisa. Y el mío me saludó con un abrazo de esos lindos y largos y me dijo que me había llamado, que por qué nunca le había contestado. Le tuve que decir que nunca lo había escuchado. Al final nos fuimos juntos. Me gané un buen par de besos y un desayuno.
Partes mías
Si tuviese que elegir un lugar sería el mar. Si tuviese que elegir un silencio sería el del sol amaneciendo. Si tuviese que elegir un libro sería el de mi abuelo. Si tuviese que elegir un recuerdo sería alguno con mis hermanos, jugando, riéndonos hasta el cansancio. Si tuviese que elegir una amiga no me alcanzarían los dedos de las manos. Si tuviese que elegir un momento sería ahora. Si tuviese que elegir un sonido sería el del viento. Si tuviese que elegir un sentimiento sería el amor. Si tuviese que elegir un animal sería un caballo o mi perro. Si tuviese que elegir a un hombre sería él, unos años después. Si tuviese que elegir lo que me hace feliz sería viajar. Y escribir. Si tuviese que elegir un límite sería el cielo. Si tuviese que elegir una flor sería el jazmín. Si tuviese que elegir un verbo sería reír. Si tuviese que elegir un beso serían mil. Si tuviese que elegir un par de zapatos serían mis pies descalzos. Si tuviese que elegir algo sería seguir buscando.
En la Biblioteca Nacional
Estaba estudiando. O mejor dicho, intentando. La Biblioteca Nacional siempre me resultó un buen lugar para mantener la cola en la silla cuando no me puedo concentrar. Las mesas llenas de apuntes, libros, resaltadores, mates, cuadernos, biromes; el silencio le gana al de misa, sólo se escucha el crunch crunch de alguno masticando una galletita o el ringtone a todo volumen del que se olvidó de poner el celular en modo vibrar; la mayoría se concentra en sus hojas y no levanta la cabeza ni aunque vuele una mosca. Lamentablemente no es mi caso. Aunque lo intente por un rato. Más de una hora seguida y me quedo dormida. Igual me despierto rápido y sigo estudiando. Aunque a partir del episodio del otro día voy a empezar a controlar mis ganas de quedarme dormida en lugares públicos que no sean la oficina... Era hora pico para la Biblioteca y estaba llena. La mesa la compartía con una japonesa y un muchacho que ayudaba a que mi distracción aumentara de sobremanera. Pero después de una hora seguida de leer y retener información los párpados se me empezaban a caer. Ya fue, dije. Me duermo quince minutos y después me tomo un café. Crucé los brazos sobre la mesa y apoyé la cabeza. Y dormí profundamente, con sueños y todo. Pero de repente me desperté asustada o como si hubiera tenido una pesadilla de esas raras. Lo que me hizo despertar de un salto fue un ruido bastante fuerte y largo: tenía la boca abierta y estaba babeando la mesa, pero antes de darme cuenta de eso me despertó nada más ni nada menos que el sonido de un eructo. Sí, dormida como estaba fui capaz de tirarme un eructo adelante de la japonesa aplicada, al costado del chico caño y en frente de toda la otra gente que, en el medio del silencio velorio, miraban todos de reojo. Al principio pensé que lo había soñado. Pero no, era bastante claro. Los compañeros de mi mesa me estaban mirado, y yo lo único que quería en ese momento era no levantar la cabeza. La misma cabeza en la que me retumbaba el ruido del eructo en cámara lenta. Qué horror. Qué horror. Qué horror. ¿Habrá sido tan fuerte el sonido como lo escuché yo? ¿ O era el eco el que había causado ese efecto? Ni idea, pero ya había juntado valor y levantado la cabeza. Había un charquito de baba en la hoja rayada y los de la mesa de en frente todavía miraban con cara rara. No tenía mucha escapatoria pero me fui a comprar un agua y caramelos Sugus, porque seguir ahí sentada con las miradas clavadas como la chica del eructo no me causaba ninguna gracia. Pensaba que ya estaba a salvo, pero me equivocaba. En el camino se me acerca un chico y me dice de lo más divertido: "Te vi cuando te tiraste el eructo mientras estabas dormida. Te juro, fue lo mejor que me pasó en el día". Listo.
Love is in the air
"El amor no hace muchas preguntas, porque si comenzamos a pensar empezamos a tener miedo. Es un miedo inexplicable. Por eso no se pregunta; se actúa, se corren riesgos".
Paulo Coelho
Comida de parejas
"Reservate el viernes a la noche que hacemos pizzas a la parrilla. Es en casa, pero no es comida de amigas. Somos Gonchi, Pilar, su hermano, el mío, vos y yo". Buenísimo, le digo a mi amiga Sol. Pero era primera hora de lunes en la oficina y la invitación me agarró bastante desprevenida. En ese momento no pude darme cuenta de las conexiones de amor y levante entre los futuros comensales: sabía que Sol moría por el hermano de Pili, y también me acordaba que Pili moría de ganas de revivir la historia con el hermano de Sol que habían tenido cuando coincidieron un verano en Cariló. Casualmente todos estaban de novios y habían cortado hace muy poco. El que no me cerraba para nada era Gonchi. Hasta donde yo sabía estaba de saliendo con Agustina. Llamo por teléfono a la futura anfitriona de la comida, el mediodía del viernes, cuando me acordé de la invitación de las pizzas: "¿Qué onda curte Gonchi hoy a la noche?" Y ahí estaba la respuesta que me imaginaba: "Ah, es que se pelearon con Agus, te acordás, la novia, seguro la viste alguna vez, bueno no importa, está bastante bajoneado y pensé en invitarlo. Además acordate que siempre le gustaste". Bajo ninguna circunstancia pensaba ir a una comida de parejas minuciosamente preparada. Nunca me gustaron esos tipos de eventos, por lo menos a esta edad me parecen un poco siniestros. Ya me va a llegar el momento de sentarme a comer con otras parejas, llevar un postre casero, ayudar a levantar la mesa, y hablar del trabajo y otros temas. Pero no lo pienso hasta las vísperas de mis treinta.En fin, igualmente a pesar de mi atípico pesimismo y mi antiparejismo, tenía que ir. Viernes, nueve de la noche. Me pinté una sonrisa en los labios y salí con el auto. Así evitaba depender de alguien y además podía tener una excusa fácil para irme antes. Que de hecho la tenía, "el cumpleaños de una compañera de la oficina". Llego a la casa de Sol y veo a una de las parejas llevando unas cervezas a la mesa. Mejor entro por la puerta de atrás. Afuera estaban sentados el hermano de Sol y Pilar. Paso a saludar y mientras me preguntan cómo estás, escucho una voz de mujer que no pude reconocer. Pili se da cuenta de mi cejas fruncidas y mi boca con pico de pato, y me dice: "Ah... ¿no te contaron? Gonchi se arregló con Agus, vino con ella, pero fue sorpresa". Listo. Yo no sabía cómo iba a esconder en la mesa mi cara de suplente en el banco de afuera. Cuando estaba a punto de pegar la vuelta y de inventar la peor excusa del planeta aparece el principal culpable con su novia radiante. Me saludan como si nada, total no me habían dejado tocando el violín y todos los otros instrumentos que puedan existir. Me daba ganas de decirle a Gonchi que se le caía la cara de tarado. Que por lo menos hubiese esperado al sábado para volver con la novia y no dejarme como Bridget Jones en la escena en la que todos están de la mano con su pareja y ella es la única que no está cuerda, supuestamente porque no sienta cabeza. Y encima la ubican en la cabecera de la mesa. Por suerte esa parte la evité por mi cuenta y me senté entre medio de una de las parejas. Sol me miraba con cara de perdoname, perdoname, perdoname. Ya está. Pasame una porción, de la que tiene champignones y jamón por favor. Al mal tiempo buena cara. Y al final la excusa del cumpleaños de la oficina me salió mejor de lo que creía. Se convirtió en una salida improvisada con un amigo que me salvó sin saberlo en el mejor momento: después del helado de dulce de leche y antes de la sobremesa con manitos por abajo de la mesa y los cuentos de amor de cada pareja.
Sólo eso
"Lo que más la inquietaba era entender este mundo, moverse sin ser rebaño, conservando la inocencia de un niño y aportando su inagotable sonrisa y alegría a cada persona que se cruzaba en su camino."
En una isla griega
Fue en el verano europeo, en una isla en el medio del mar Egeo. Los programas familiares eran rutina impostergable. Ir al bar más canchero de toda la playa, en frente del mar, presidido por el barman que se robaba todas las miradas del lugar, también formaba parte del itinerario familiar.Eran las siete de la tarde. La mejor hora en Grecia para quedarse flotando un rato más en el agua, haciendo la plancha, queriendo tocar con las puntas de los pies el cielo que va cambiando de color de naranja a rosa hasta el final del atardecer. Mamá me hace señas desde la orilla de arena clara para que saliera del agua. "¿Vamos a tomar una cerveza a la barra? ¿Dónde está tu hermana?" Y fuimos las tres mosqueteras a pedir en inglés tres porrones de cerveza. Mi hermana y yo estábamos embobadas por el barman. El nos pregunta los nombres, de dónde sómos, nos cuenta que es fanático de Messi y del polo y para quedar como el rey de los Don Juan de toda la especie humana la remata con ¿son las tres hermanas? Pedimos una picada. El barman sigue atendiendo a la gente, pero la onda es relajada. No hay apuro, no hay reclamos, sólo hay buena vida de playa. En el medio de los vasos y los pedidos extranjeros, delega su trabajo a uno de sus compañeros. Se sienta con nosotras. Yo estaba chocha. Pero he aquí la cuestión: parece ser que al muchacho le gustaban las mujeres que pasaban los 42... Y mamá, creyéndose ella misma que era como una hermana, practicaba el idioma local con el flamante barman. Sonrisa por acá, otra cerveza por allá, ya nos esperaba el resto de la familia para comer en la terraza con vista al mar. La escena del barman y mamá fue LA anécdota de la mesa familiar. Papá se reía y no aparecía ningún indicio de celos en toda la comida. Pero al otro día, cuando volvimos al bar con mi hermana, mi prima, y mamá, (que no podía faltar) casualmente también quiso venir mi papá. Claro, la sonrisa del Rey Don Juan se empezó a desdibujar cuando nos vio llegar a su bar... Ahora, el de la sonrisa triunfante, era papá.
Silencios de madrugada
Cuando no queda nada, al final de las palabras,
respiran el aire porteño las calles caminadas.
De luces y voces encontradas en cada cuadra,
bailan sueltas, cuentan estrellas olvidadas.
En tacos altos, descalzas, en zapatos
las pisadas se saludan a contramano.
Cuando no queda nada, al final de todas las palabras,
sólo se escucha el silencio, durmiendo de espaldas.
Te paso a buscar
Mesa afuera. Un par de cervezas. Federico me cuenta que está por cortarle a su novia. Pide otra Stella y una picada completa. Yo pido que cambiemos de tema. Si es mal de amores mejor hablarlo con la panza llena. Me cuenta que tiene en mente un viaje increíble para el año que viene. Que larga el laburo, que tiene hambre de mundo. A mí me tienta el jamón crudo que trajeron a la mesa. Aunque más me tienta el viaje que tiene en la cabeza. Nos vamos a ver seguro. Me lo dice mientras se termina el queso gruyere. Y sino te voy a buscar a donde estés. Pongamos fecha y hora para el próximo año. Un bar.Barcelona, Florencia, Lisboa, Marsella. Elegís vos. La cuenta. Panqueques con dulce de leche. Mal de amores pegoteado en la cuchara. La charla se hace larga. Me gusta escucharlo. Mueve las manos. Se ríe de vez en cuando. Sólo cuando se acuerda lo que le gustaba de ella. Pero fueron muchos años. Dice despacio. Demasiados. Me pide mi opinión. Me muestra los últimos mensajes que se mandaron. Me hace escuchar la canción que él le escribió. Está cansado. Seguimos hablando. La vida no cuenta con ensayos. Estamos en el escenario. Constantemente. Entre toda la otra gente. Sólo de nosotros depende seguir las elecciones que mejor nos representen. Quiero más dulce de leche. Mañana hablamos. Te llamo. Suerte. Me gusta irme a dormir y saber que al otro día es viernes.
Seguir buscando
Se trata de usar nuestras manos, de animarnos, de pensar en grande, de no olvidarnos, de recurrir a nuestra imaginación, de aprovechar el tiempo en algo que lo trascienda cuando ya no sea nuestro tiempo, sino el de otros, y que esos otros puedan inspirarse o simplemente acordarse de esas personas que pasaron y dejaron sus marcas.
Se trata de ser nosotros mismos en el tiempo que podamos escaparnos de las seguridades que inventamos. Se trata de seguir haciendo como cuando éramos chicos, de no perder la inocencia, de seguir haciendo castillos pero no en la arena sino en la vida real, en las maquetas, como hacen varias de mis amigas, las futuras arquitectas. Se trata de seguir cantando como Sabina o Madonna mientras nos bañamos pero también animarnos si tenemos talento y queremos mostrarlo. Se trata de ensuciarnos las manos y la cara con harina y chocolate, y compartir con las personas que queremos todos esos brownies.
Se trata de escuchar lo que queremos, de prestarle atención a esa voz que no deja de hacernos ruido adentro nuestro, de proyectar soñando y también despiertos, de animarnos a darle forma a todas esas ideas que parecen locas, pero sin embargo son las que triunfan y las tenemos al alcance de nuestra mano; sólo hace falta dar el primer paso.
Como dijo Jean De La Fontaine, y más tarde Karl Marx: "En la rareza está el valor de las cosas" Y lo que otros ven como raro es porque ellos nunca se animaron. Lo raro, lo distinto, lo que creamos nosotros mismos, éso es lo que realmente tiene sentido.
Al final de este viaje
No entiendo por qué algunas personas tienen que despegar los pies de la tierra antes que otras. No entiendo quién decide, si Dios o el destino, que ya está escrito cuánto dura nuestro paso por el mundo mientras estamos vivos.
No entiendo por qué Delfi tuvo que morir justo cuando había encontrado la felicidad que la empujaba a vivir, con sólo 16 años, cuando volvía de Chaco con una sonrisa plena, las manos llenas de tierra y el corazón desbordado de amor por cada uno de esos chicos desprotegidos que eran su única canción.
No entiendo por qué Benjamín también estaba en esa ruta y no pudo sobrevivir. En el cuaderno que encontraron estaban sus últimas palabras escritas a mano: "Aceptá el cambio y sacá lo mejor. Y que nada te haga perder tu luz interior"
No entiendo por qué tengo amigos que siendo tan chicos ya no tienen a sus papás acá, que no puedan compartir más con ellos todo lo que antes habían vivido: los partidos de fútbol, las sobremesas, el rugby, una cerveza, los viajes, el mate a la tarde, las palabras sabias de un padre.
No entiendo por qué tengo amigas que ya no pueden despertarse con el beso de su mamá mientras están dormidas, por qué no pueden seguir compartiendo las charlas como mejores amigas, disfrutar las comidas hechas por ella, compartir la ropa nueva, llorar juntas el final de una película o tener ese abrazo cálido cuando lo necesitan. No entiendo por qué tienen que pasar por eso teniendo sólo 23 años o menos.
No entiendo por qué le toca el cáncer a la amiga de mamá, si ese año estábamos comiendo todos juntos en frente del mar, y ella se reía sin parar, con esa sonrisa rubia que contagiaba a todos los que estábamos en ese lugar. Por qué de un día para el otro cambió todo, por qué el contestador en el teléfono y el dolor hecho lágrimas apretando el pecho. Ayer a la tarde dejó de respirar. Fue en ese mismo mar en donde sus hijos dejaron las cenizas de su mamá.
No entiendo por qué el tumor en el cerebro de un compañero del colegio. No entiendo por qué los hermanos tienen que sobrellevar el dolor de ya no poder seguir los cuatro juntos hoy.
No entiendo por qué el cáncer también le tocó a Lucía, con sólo 24 años de vida. Admiro cómo hizo para llegar hasta el final con una sonrisa. Una sonrisa que iluminaba a cualquier persona que la veía.
No entiendo cómo es dejar de respirar y que ni el mejor médico pueda hacer algo para salvar a todos esos papás, esas amigas, todas esas mamás, y todos los demás.
No entiendo por qué unos si y otros no. No entiendo por qué no puedo morirme yo, y no cualquiera de todos ellos y que tengan que sufrir muchas de las personas que quiero. No entiendo por qué el cielo, no entiendo por qué hay un puente que se llama muerte, no entiendo por qué los accidentes, no entiendo por qué los finales empiezan antes, no entiendo por qué el cáncer y los tumores cerebrales, no entiendo por qué el dolor en vida. Todavía no entiendo el valor infinito de seguir viva.
Nada es casualidad
Mi profesor de Divorcio me avisó por mensaje de texto que la clase de hoy se suspendía. Fue la mejor manera de empezar el día. Igual me quedé en la cama, dos horas más, abrazando con gusto la almohada abajo de mi cara. Pero se me pasó un detalle bastante grave: me olvidé de cambiar la alarma y seguí de largo, soñando y durmiendo profundo toda la mañana. La pucha, siempre lo mismo, tendría que dormir con Felipe al lado mío así me despierta de un ladrido. Salí apurada como de costumbre, con el pelo mojado pero con el ipod enchufado a los oídos y las monedas en el bolsillo.
Me tomé el bondi que encima tuve que correrlo para no perderlo. Buen día, uno veinte por favor. ¿Y las monedas? Juré que las tenía. Me fijo en los bolsillos y estaban vacíos, y en la billetera tenía algunas, pero colombianas y ecuatorianas. Espere un minuto que me fijo en la cartera, seguro que tengo algunas sueltas. Libros, chocolinas, cindor, llaves, un cable ( ¿para qué carajo tengo un cable?), papeles, crema, anteojos de sol, un esmalte, perfume, desodorante, curitas, cepillo de dientes, un antifaz verde, (?), un pendrive, el celular y nada más. No tengo ni una moneda. Bueno pasá igual, me dijo el chofer con una mueca. Y me escurrí por el fondo, cerca de una ventana abierta. Devoré las chocolinas mientras escuchaba un tema de esos que levantan hasta a una muerta y leía la carta que me había escrito mi primo, el de rastas, que había guardado en mi mochila el último día en esa isla. Desde esa vez siempre la llevo conmigo y me habla, cuando tengo ganas, de la vida, de las señales, de los riesgos, de las verdades. Estaba contenta, pero me había quedado atrapada en el renglón de las señales pensando en que ya no sabía si creía en eso todavía.
Santa Fé y Coronel Díaz, sube bastante gente y siento en la frente que alguien me mira. Levanto la vista y ahí estaba él. Yo adivinando si me iba o no a reconocer. Pero me seguía mirando y yo no podía evitarlo, me sacó una sonrisa. Era Marcos, el de la guitarra, el que me corrió cruzando la avenida, el de la servilleta con su nombre que le dejó al portero de mi oficina. Se acercó pidiendo permiso entre la gente y me dijo hola, como si me conociera de siempre. Yo iba por mi décima chocolina y antes de devolverle el saludo le ofrecí una galletita. Es que me ponen nerviosa esos tipos de situaciones desprevenidas. El se reía, y esa sonrisa me curaba el día. No me importaba que fuera alguien que no conocía, no me importaba que no supiera ni mi nombre, no me importaba que se tratara de otro hombre. Porque hay veces en las que es necesario dejar lo que nos pasa por dentro de lado y no cerrarnos sólo porque esos recuerdos sigan estando.
El gordito simpático que tenía sentado al costado (ocupando más lugar del que le correspondía de su lado) nos miró hablando como dos extraños cercanos y le dejó el asiento a Marcos. Y volví a tenerlo cerca mío, hombro con hombro, como la vez que lo conocí leyendo el libro. Volví a sentirle el perfume de su camisa recién lavada. Lo que más me gustó de toda la charla fue que no me haya preguntado nada de la servilleta y se haya aguantado las ganas de saber por qué no lo había llamado en toda esa semana. En los diez minutos que quedaban antes de bajarme hablamos de mi hermana que está en Africa, no sé cómo salió el tema, pero él me escuchaba y me miraba. Ya me tenía que bajar, él seguía un poco más, pasando Libertad. Pero se bajó conmigo y de despistada que soy casi me pisa un colectivo.
Me agarró fuerte de la espalda y se quedó sosteniéndome los hombros con las dos manos, sin ganas de soltarlos. Fue un segundo, pero de los más lindos. No, no, no, no. Qué estoy pensando. Mejor me voy rápido. Pero antes quería hacerme la película y preguntarle si creía en las casualidades. Y su respuesta me dijo todo: Creo que nada es coincidencia, no existen las casualidades, todo se trata de causalidades. Mejor respuesta no había, era igual a mi filosofía de vida. Yo quería irme corriendo pero al mismo tiempo quería quedarme escuchando eso. Y en ese momento no me fijaba en lo superficial, en que estaba bárbaro, en que la camisa le quedaba tan bien, en que usaba reloj, en que me encantaba el tono de su voz. En ese momento sólo quería irme a tomar un licuado de banana y seguir hablando toda la mañana. Era lo que necesitaba. Marcos se adelantó a mis pensamientos y para evitar que me fuera corriendo como la otra vez, me sacó el teléfono de las manos y se llamó a él.
Me dijo que esta vez no lo perdiera, que él iba a estar esperando porque sabía que teníamos que volver a encontrarnos.
Yo no sabía qué decirle y le dije que tuviese cuidado si maneja, porque ahora en Panamericana te tiran huevos en el vidrio de adelante o en la ventana, que no prenda el parabrisas por nada, porque eso hace un enchastre de yema y clara y te nubla toda la vista y ahí te roban, cuando no podés seguir manejando ni podés ver nada. Mejor me voy que llego tarde. El se tentó de risa, y me miró con esos ojos claros que sentía que conocía desde hacía rato. Nos vemos uno de estos días, Sofía. Le sonreí y crucé la puerta de mi oficina. ¿Sofía? ¿En qué momento le había dicho cómo me llamaba? No entendía qué era todo esto que pasaba. Volví a sacar la carta de mi primo y terminé de leer el párrafo en el que me había perdido. Creo que todavía existen las señales de las que me hablaba y no puedo dejar que se pierdan en la nada. Todo pasa por alguna razón, y esto también seguro es parte de algo que todavía no sé pero, mientras, me saca más de una sonrisa, y eso me hace bien.
Aire de río
Listo. Me rateo de la clase de francés entonces. A pesar del mail de mi profesora recordándome los devoirs del artículo del "Socio-esthéticienne". Me saco los tacos y los cambio por unos borcegos, un vestido blanco y el pelo suelto. Así, con la sonrisa en la cara y la inocencia pintada me subo con otras cuatro locas a la lancha. Y me hace bien haberme escapado de francés, me hace bien respirar el atardecer de un jueves tocando el río con los pies. Me hace bien reírme sin poder parar y llegar a la inauguración de un bar en el medio de los árboles, y que nos reciba con cervezas en la barra todas las veces que tengamos ganas.La buena onda no se toma feriados,escribe en el pizarrón el chico de colorado, mientras se acerca a nuestra mesa un grupo masculino que rondaba los treinta, o los veintipico.No hay peor (o mejor) momento que el de "empecemos a conocernos". Que las típicas preguntas, cómo te llamás, de dónde sos, qué estudiás, por favor que no siga con es la primera vez que venís a este lugar. Y después las coincidencias, las personas en común, las diferencias, querés otra cerveza, y en un segundo decír sí o inventar que te estás haciendo pis y tratar de escaparte y perderte entre la gente por ahí. Estoy sentada muy cómoda, con el respaldo de la silla inclinado y espío a mis amigas en sus sillas mientras él me sigue hablando. Maui se está enamorando de Milagro, ya le sacó el pañuelo y lo tiene puesto en el cuello, no deja de oler el perfume y en cualquier momento le roba un beso; Inés está en el planeta de no sé ni qué hora es pero está feliz con su cerveza y los pinchos de pollo con miel, no sé si está escuchando al de camisa blanca que la está chamullando, pero sigue en su planeta, disfrutando; María está sentada al lado del que se lleva todos los aplausos, pero está totalmente en otro campo de juego, ocupada en conseguir un pasaje que la lleve cerca de su candidato nuevo; y Manuela mira las estrellas mientras se ríe del ex convicto que se enamoró de mi pulsera. Hay muy buena música entre las ventanas de madera, hay más bandejas con pinchos de pollo, tacos, y bruschetas de salmón y lomo, hay familiares de un ex, hay fernet, hay viento que en silencio despeina las hojas de los sauces y el ciprés. Mientras tanto Inesita me hace señas para levantarnos de la mesa. Y caminamos entre toda la gente nueva, les inventamos nombres y apodos a cada hombre, nos reímos mucho de las situaciones, de las miradas, de los stalkers, del que tiene cincuenta y está bárbaro, del que tiene veinte y remera verde y usa el pelo largo para taparse los granitos de la frente, y nos reímos de nosotras, de todas esas cosas de mujeres que no son pocas. Ine se enamora del guitarrista; yo del que está parado ahí, al lado de tu Javier Bardem, no lo ves? Te está mirando, me dice Inés. Se parece a Jack, el de Lost, cómo que no lo conocés? Bueno no importa, te está mirando otra vez. Qué bueno que sea de noche y todavía temprano, y que el aire del río me haya animado en la medida de lo necesario. Nos invitan a cantar, love is in the air, siempre se puede volver a estar bien. Siguió la noche, siguieron las miradas encontradas, las propuestas de formar una banda, los teléfonos, las canciones en la guitarra, las palabras en la barra, las estrellas desparramadas, las despedidas y la vuelta en la lancha. Manu estaba enamorada del cielo y contaba las estrellas con los dedos. Nos hizo bien a todas respirar todo ese aire nuevo, de otoño, pero con gusto a verano de enero, salpicado con agua de río y cada parte de esos momentos, de tarde y noche al costado del tiempo.
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