Algo de un 2011


El último enero, el del calor pegajoso en Buenos Aires y las rosas en la puerta de la oficina, me subí a un tren en alguna estación porteña y me bajé en Tigre. En menos de una hora asomaba la cabeza inquieta por el borde de la lancha y disfrutaba del viento que me desordenaba el pelo lacio. Dos días en la vida nunca vienen nada mal dicen por Rosario, y si es compartiendo la risa con amigas, mucho mejor. Saltamos al río, de la mano las tres. Y el agua dulce refrescaba cada parte del cuerpo todavía tibia. A la noche chocamos los vasos de cerveza por descubrir eso que disfrutamos en la vida, lo que nos gustaría crear, lo que nos gustaría ser. También me despedí del sol de Cuchicorral un atardecer de ese mismo enero en una de las vueltas a La Cumbre y terminé de leer los capítulos de Emily Bronte en las piedras del río Pintos. Febrero, sé que fue algo desordenado. Me iba a dormir con el Che abajo de la almohada y me despertaba con los años de Mandela en la cárcel. La extrañé a mi hermana hasta buscar la forma de Africa en  algún lugar de la luna. Dafne caminaba Kenya hasta el atardecer y coleccionaba sonrisas de dientes blancos en cada ruta. Mi atardecer porteño me llevó hasta una esquina de Lavalle y me tatué su nombre en el tobillo derecho. Terminaba febrero y también una historia de amor en la puerta de Ayacucho. Marzo empezó de llantos y preguntas que traté de distraer con canciones de un jamaiqiuno legendario en plena noche de San Telmo. Hasta que no quería saber nada más del mundo de ellos y apareció él. Y me gustaba cambiar las lágrimas por las charlas de internet y la risa por mensajes de texto. Todavía no quería conocerlo, creo. Y hoy todas esas casualidades del destino se ríen solas, y me hacen bien. Me hace bien pensar que todo pasa por algo y el amor pasa, también. A veces por un rato, y a veces para quedarse. Escuché la canción de Fito que tanto me gusta, "Que bello abril" durante todo Abril. Después vino la música de los martes en Vicente López y Rodriguez Peña y las noches de cerveza y papas fritas. Con Mayo y Junio no me llevé muy bien. Las clases de la facultad me aburrieron hasta el bostezo. Trataba de ratearme sin que me viera ninguna de mis amigas. No quedaba bien. O por orgullo propio, prefería que no se enteraran. Si había sol acomodaba la espalda en el pasto de la plaza de Recoleta. Me encantaba acunar mi rechazo a la facultad en las hojas de Sábato y perderme con él en sus viajes por España y Portugal. Pero de Mayo adoré los sábados que empezaron en Villa Ocampo y todo ese mundo literario que se palpitaba puerta adentro de esos jardines de jacarandás. En Julio los tequilas de los jueves dejaron de llamarme a gritos y el primer sábado fue un bar de cerveza tirada, pero de horas de charlas con Dolly. Y quise parar la cabeza y respirar. Y esa noche del 3 de julio también quise volver a arriesgarme y me enamoraron antes de que empezara el día. Agosto, Septiembre, Octubre. De los meses que más disfruté durante el año. Dejé una materia y tomé la costumbre de ir a desayunar a distintos bares de Buenos Aires, hasta que se hiciera la hora de entrar a la oficina. Me hice de historias de las más desequilibradas. Hay personas que viven a mundos de distancia y de repente estaba sentada con alguna de esas personas desconocidas, preguntando si azúcar o edulcorante, respondiendo misterios de vida. Me hice el tiempo para sentarme en varias butacas de teatros porteños y aplaudir encantada la energía que vomitaban los actores desde las tablas del escenario. No me perdí los festivales, ni de cine ni de literatura. Es que los prefería antes que meter la nariz en libros de algún jurista famoso. Tres días en Tandil y tres días en la playa fueron suficientes para darme cuenta que los miedos a volver a agarrar la mano de alguien, sobraban. El perfume de los jazmines me apasionaba desde el primer día de Noviembre, y un poco antes también. Noviembre me trajo de vuelta a mi hermana y todo Ezeiza se enteró de nuestro reencuentro. Diciembre, y sumé uno más a los todavía frescos veintipico. Barcelona me prestó por unos días a mi hermano y corrí a buscar el abrazo que más espero en esa fecha.  De repente somos cinco en la mesa otra vez. Y cinco enfilados en distintos caballos que atraviesan la cordillera hasta la cruz de hierro uruguaya que grita: si, se puede. Me despido de la oficina, después de cuatro años. No puedo aguantarme las lágrimas y lloro cuando mi jefe me da un abrazo con los ojos emocionados. Los jazmines siguen perfumando el aire. Que empieza a cambiar de aroma cuando espío los pasajes palpitando en un sobre blanco con mi nombre. Me espera Perú, con las calles de Lima, las noches de Cuzco, los bares de Barranco y el camino de cuatro amanaceres hasta Machu Pichu. Me espera Colombia, y las calles de colores de Cartagena, las islas del Rosario casi vírgenes, la arena de Playa Blanca, la música de Santa Marta, el mar de Taganga y la naturaleza de Tayrona. Me espera al final, Brasil, de playas de agua transparente y luz de luna. Y muchas caipiriñas de a dos en uma das ilhas mais  bonitas do mundo. 

De estrellas y algo más


Papá me habló de alguien, un filósofo. Es imposible que pueda retener los nombres de los autores de los que me habla. Pero decía que hay tres cosas que nunca se cansaba de mirar: el río cuando corre, los chicos jugando y las estrellas. Y estábamos en la montaña, todos, los once, al refugio de la cordillera que se levantaba por todos los costados, inalcanzable. Fría. Helada me arriesgaría a decir. Pero Don Osvaldo había prendido un fuego que invitaba a acercarse y pasaban algunas botellas de jugo de uva, como le decían los arrieros. Eran de la viña de Pepe, y entibiaban el alma hasta la última gota. Comimos un corderito que era una delicia. En eso estábamos los once, alrededor de una mesa improvisada. Las estrellas me sacaban el sueño, lo dije ya? Y entonces papá hablaba de este filósofo y de algo más, y las miradas de todos se nublaron de gotitas inminentes, gotas que no eran de jugo de uva. Miradas que no eran familiares hasta ese momento, el de las estrellas mendocinas y la transparencia encausada en todas esas pupilas rústicas, emocionadas sin verguenza. Eran los últimos días de un año en el que traté de evitar a papá en muchos momentos. Y sin embargo, en ese momento, y en todos los otros momentos del año, quería volver el tiempo 22 veranos atrás, colgarme de su cuello y abrazarlo para siempre.

Les yeux bruns des nuages


Los ojos de él son marrones. Chinitos cuando se ríen, que es la mayor parte del tiempo. Pero ayer me agarraron la mano, las dos manos. Y me miraron grandes y más marrones que nunca una de las últimas tardes de Diciembre. Hoy dejo esos ojos marrones en Buenos Aires, y los espío de a ratos por la ventana ínfima del avión, pero que alcanza el cielo entero. Desde las nubes eternas y dormidas no hay dimensión lógica, y pienso, puta madre. Me faltan las palabras y las pocas que me quedan las tacho fuerte con birome azul. Es que es todo desde ahí arriba, todo lo que pasa cuando tengo los pies en la tierra, todo lo que dejo en su lugar. Y el amor, primero. Volver la memoria de mujer veinteañera al primer día con él y reírme de las casualidades tan perfectas. Perderme en las nubes, un rato más. No sé cuánto, no sé si el tiempo pasa igual de rápido ahí arriba. Pero esos ojos marrones comienzan a extrañarse. 

De las noches así


No es de naif. Pero siempre me enloquecieron las estrellas, inalcanzables, antes que las noticias en los diarios. El cielo de la cordillera de los Andes no era real. O si. Pero no me permitía ni pestañar. Arriba mío pasaba lo mejor de la vida. En ese pedazo mendocino frío y oscuro, las estrellas del Principito me sacaban el sueño. Y pensaba, tengo todo. Es que no entiendo qué otra cosa se puede necesitar además del cielo. 

Dolce far niente


¿Y qué hacés durante el día? La gente no se aburre de preguntarme, de quedarse absorta 

Alegria não tem fin

El reloj de mi computadora ya pasó las seis de la tarde pero mis cuerpo entero sigue hipotecado al escritorio de la oficina. Cuento con los dedos las horas obligadas que me roba la computadora cada día de la semana. Y digo, qué desperdicio. Me consuela espiar el pedacito de atardecer que se ve por la ventana de mi escritorio. A esa hora de la tarde cuando el cielo es de color naranja. De color naranja, y me quedo pensando. Me suena el celular y por primera vez en el año mamá me saluda en un tono de voz increíblemente bajo. "Estoy en Iruya" me dice desde montañas de distancia. Entonces cerré los ojos. Y viajé con ella durante cinco minutos. Cinco minutos que fueron un verano. Sólo para volver a respirar un poco de aire norteño desde el final de la calle de tierra, en la parte más alta del pueblo, donde las estrellas nos hacen creer que están más cerca nuestro. Y pienso, que ya pasaron dos veranos, casi tres, de las noches de peña en Tilcara y los amores por la mitad. Que me pasó ese verano y el tiempo me sigue pasando. Pero lo que me preocupa del tiempo no es el tiempo. Tampoco la cantidad de velitas en la torta de cumpleaños. Ni todo lo que pasa después de. Me preocupa, más que nada, olvidarme de esos pies chiquitos saltando emocionados las olas del mar. Olvidarme de que una vez quise ser astrónoma para leer la luna. Me preocupa que el tiempo me convierta en una de esas personas que nunca tienen tiempo. Tiempo para compartir con amigas una cerveza fría al final de noviembre. Para cambiar una clase de la facultad por el sol de la mañana y un capítulo de García Márquez. Tiempo para trepar los codos del otro lado del mostrador y dudar si frutilla a la crema o limón. Para abrir el cajón de mi mesa de luz y espiar el sobre que esconde un pasaje de avión a Perú entero y otro más que me va a llevar a las playas colombianas a mitad de enero. Tiempo para quedarme un rato más con él y que no me alcancen los besos.

Aguaribay, puede ser


En esos momentos me hace bien escaparme al árbol de ramas grandes. A mi árbol. Nunca supe si es un sauce o un aguaribay, pero abajo de esas miles de hojas verdes que casi tocan las piedras, ahí abajo, en ese pedacito de sombra y tierra húmeda, puede pasarme el día entero por al lado y seguir con los ojos abiertos. Esos mismos ojos con los que le hablaba a papá por el espejo retrovisor del auto cuando tenía un año y los cachetes gorditos. Los mismos ojos que veintitrés años más tarde siguen palpitando y desviviéndose por cada atardecer. Y que se cierran, de a ratos, abajo del sauce o del aguaribay, para respirar más profundo y alejarse de la vorágine del cemento porteño. Que vuelven a abrirse para resaltar una de las líneas de Ernesto Sábato "El saber que se vive, pero podría haberse no vivido" Y escuchar cómo se acerca el agua a la orilla del borde empedrado. 

Attraversiamo


Un día dejan de existir las dudas y lo complicado del amor es tan simple como un ramo de jazmines en la mesa y una foto de a dos en la pared. Un día todo pasa por esa parte de canción con gusto cubano, que entiende que la cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes. Y sigue cantando, que los amores cobardes no llegan a amores, ni a historias, se quedan ahí. Un día no hay días pasados. Un día son los caminos de Verona en una película y querer estar en esas rutas italianas con él. Un día es un abrazo en el campo y el sol de mitad de agosto. Un día el amor dura más de tres meses. Un día es la mirada profunda de alguien que era un desconocido. Es que hay tanta gente que no se cruza, me dijo un amigo en el bar. Pero un día esas personas que tienen que cruzarse, se encuentran. Y todo pasa por ese día, un día. 

Ciento cincuenta y dos


Cinco pares de miradas perdidas respiran bolsas de plástico en Bulnes y Santa Fé. Por momentos las gotas de la lluvia del mediodía se encaprichan contra el vidrio. Dos desconocidos se tocan sin querer los dedos de las manos y un amor adolescente toma forma desde un mensaje de texto. Hay un pedazo de cielo entre los edificios y los perfumes franceses. Nadie levanta la moneda de diez centavos acostada en el piso. El café se toma por celular y todos son testigos de las vidas ajenas. Un perro sin dueño duerme en la esquina del jardín botánico. Una señora que camina encorvada pasa la mitad del brazo entre las rejas de hierro de ese mismo jardín y trata de hacerse amiga de un gato. Hay algo en la mirada de los gatos que me genera desconfianza. Una chica de pelo negro y pupilas de reloj esconde una mano abajo de una campera de cuero y saca una billetera de una cartera que no es la suya. Hay un libro de la revolución cubana por la mitad y un par de piernas cruzadas. A veces se hace de noche, pero no llego a ver la luna. Me alcanza un semáforo para enamorarme de las ramas violetas de un jacarandá. Hay una persona sentada en una silla de ruedas y da la impresión de que todos la miran, pero ella no se da cuenta. O no quiere darse cuenta. Hay un beso francés, por no decir con lengua, al lado de la ventana. Las caras cansadas no se disimulan y el aire colecciona bostezos constantes. Unos ojos delineados de punk me llevan a la escena de Fogwill, en el bar under. Me acuerdo de Marcos y el teléfono en la servilleta de papel. Los pájaros, no sé si son golondrinas, no sé si son los mismos de la mañana. Ahí están, batiendo las alas en infinitas direcciones inalcanzables. Y nadie sabe que les tengo envidia. Una señora en camisón riega las plantas en un quinto piso. Desde un auto silban las curvas apretadas abajo de un vestido de lentejuelas. Nadie quiere abrir los ojos y todos tienen los ojos abiertos. Las bicicletas pedalean el atardecer naranja al costado de la calle. Espío las ventanas de los bares y también los balcones de los edificios. Un chico habla en inglés y quiere ir al zoológico. Me asomo por la ventana, apenas.  Afuera se respiran jazmines por diez pesos y amores porteños en bancos de plaza. 

Aquellas farras


El bar de Parera abre su puerta de vidrio desde bien temprano. A esa hora de la mañana en que la mitad de Buenos Aires sigue con los ojos cerrados y las veredas, todavía surcadas de agua, empiezan a secarse con las primeras partes de sol. Hay una mesita con dos sillas de almohadones violetas en la entrada. Soy la primera en decir buen día. Desde la pared de enfrente Carlos Gardel me guiña un ojo. Las mesas no son de madera. Son mesas de coser, como la que tenía una tía abuela en su departamento de Pueyrredón. Trato de mover con el pie la tecla de hierro de la mesa pero es imposible. Casi vuelvo a tener cinco años cuando jugaba a coser el saco de mi tía abuela y me concentraba pisando fuerte la base de la mesa de hierro que subía y bajaba mecánicamente. Se asoma un señor detrás de la barra y me sonríe. A esa hora se ven pocas sonrisas caminando por las veredas mojadas. Se acerca hasta mi mesa de coser y le pregunto si el jugo de naranja es exprimido. Tengo una obsesión con este tema. Cantidades de veces fui engañada por un vaso de jugo artificial. Pero Don Julio me asegura que prepara todo en el momento. No hay carta. Le pido unas tostadas, pero no tiene dulce, sólo queso blanco, me dice. Aprieto los labios tratando de disimular mi desilusión, pero Don Julio se da cuenta y me deja sola en el barcito minúsculo unos cinco minutos. Al rato vuelve con algo en la mano y una sonrisa triunfante. Me concentro en los renglones del libro que tengo arriba de la mesa y por momentos espío de reojo a Don Julio que silba desde la cocina armada atrás de la barra. Vuelve a mi mesa con el jugo de naranja recién exprimido y una colección de tostadas blancas calentitas con dulce de leche. No puedo estar más contenta. Empiezan a llegar algunas personas más: una señora cincuentona de anteojos oscuros y un vestido negro hasta los pies le pide un cortado a Don Julio y se sienta dos mesas más allá de la mía. Creo que me está mirando pero me concentro en el capítulo de Madrid. La señora de vestido largo se levanta y cambia su mesa de coser por la que está al lado mío. Si, me sigue mirando, pero no me incomoda. Aunque ahora me está mirando los pies: "Me encantan tus sandalias ¿dónde las compraste?" Y en un segundo cambié mi clase de la facultad por un una hora y media de una vida desconocida. Esa simple pregunta nos llevó al recuerdo de una isla griega y a todos los años vividos de ese vestido negro largo que escondía el cuerpo de una eterna adolescente nómade. Durante esa hora y media fuimos dos amigas íntimas sin diferencia de edad. Se tentó y también pidió unas tostadas con dulce de leche. "No debería" me dice con una sonrisa inocente. Pero en su vida había pasado demasiados no debería y fueron esos los recuerdos que reviví con ella desde mi mesita de coser: sus años de hija diplomática, el primer beso en México, el casamiento a los 18, la carrera frustrada, el dolor permanente del suicidio de su marido y después Londres y las bandas de rock, las mañanas porteñas, los Rolling Stone, el bar en la playa de Buzios, las clases de inglés, el silencio de su hijo, su segundo amor, lo tóxico de Buenos Aires, los árboles del sur, el sol de Córdoba y el terreno de Cruz Chica que le cambió la vida, el arte, la música, el ruido del río, el otoño de a dos, las begonias del jardín y las montañas por la ventana de cada atardecer. No quería irme a la oficina. Pero un señor de camisa y ojos celestes, o azules, pasó la puerta del barcito de Parera. Era Lucas, el segundo amor del que me había hablado mi amiga de vestido largo. Ella me presentó con palabras más empalagosas que el dulce de leche de mis tostadas. Lucas me saludó con un beso y me dijo que la locura de su mujer era contagiosa. Mejor, le dije. El la abrazó. Desde la pared de enfrente Carlos Gardel volvió a guiñarme un ojo.  

Más liviano que el aire



Me gusta espiar la tarde por las ventanas de Villa Ocampo. Ese momento en el que parece que sólo existen las ramas de los árboles y el reflejo del sol abrazando el vidrio. No sé, es una parte de la tarde distinta a todas las demás. Esa tarde del sábado me acurruqué en uno de los sillones verdes. En la mesa había una torta de mandarina y otra de chocolate con nueces. Me quedé pensando cómo es que muero por cualquier tipo de chocolate, menos en el gusto del helado. Mi abuela siempre decía que era culpa de mi hermano: "en el mismo momento en el que vos estabas llegando al mundo, Sofía, tu hermano vomitó todo el helado de chocolate". En eso estaba dando vueltas mi cabeza cuando llegó Federico. Nos saludó a todos. Yo era la última. Mejor, mientras tanto me aseguraba disimuladamente de hacer desaparecer con la lengua cualquier evidencia de la torta de chocolate y nueces. Me sonrió y me saludó con un beso en el cachete. Yo le miré el pelo. Tenía algunas canas. Varias. Me pregunté para mi por qué no habría querido peinarse. Por ahí no tuvo tiempo. El me preguntó cuántos años tenía. Lo miré a los ojos. Tenía una mirada tan profunda y tan perdida a la vez que me confundía. "Veintitrés" le dije levantando un poco las cejas. No quise sonreír con dientes por las dudas. Federico Jeanmaire se sentó en el sillón de mi derecha. No sé exactamente cuántos años tenía él en su haber, pero puedo decir que era grande. Ese "ser grande" que todavía está muy lejos de mi mundo. Tampoco era tan grande. Tenía la voz gastada, pero no por el cigarillo. A mi me gustaba cómo respiraba profundo antes de dar alguna respuesta. También me gustaba mirarle los pies. Me intrigaba ver cómo los movía según las palabras y los temas que salían de su boca. Hablaba de la mujer holandesa de la que se había enamorado y de los riesgos. No le puso azúcar ni edulcorante al café. O era un té. No me acuerdo. Sí me acuerdo de sus aventuras en Europa. Me hacía reír. De su tía que adoraba, que él le mostró su primer novela y ella le dijo que era una porquería. Y lo mandó a leer a Don Quijote de La Mancha. De ahí su biblia y su único taller literario. Sí me acuerdo de los últimos días de su papá. No quería emocionarme en ese sillón verde, pero no pude evitarlo. Los pies de Federico estaban apretados y así como estaban, sin moverse, escribían en voz alta los días del cáncer y las páginas del libro "Papá". Tomó un sorbo de café, o té, y apoyó la taza. Otro respiro. Le tocaba responderme a mí. "¿Qué es lo que más te preocupa?" le pregunté con cierta ansiedad. Federico deshilvanó de un solo tirón eso que más le inquietaba: "Lo solos que vivimos todos y los difícil que nos resulta comunicarnos, y que es esa soledad la que termina por generar violencia. Pero lo que más me inquieta por sobre todas las cosas es lo complicado del amor"

Quinientos libros y un café


Quería quedarme toda la mañana así. Qué digo, todo el día. Con una mano ahuecada en la pera y mordiéndome la uña del dedo chiquito. Sólo por la ansiedad de escuchar cómo terminaban esas anécdotas con gusto porteño que me hacían viajar a otra época. El hablaba con una tranquilidad envidiable. Movía las manos al ritmo de su respiración. Hacía una pausa de vez en cuando. Cerraba los ojos. Arrugaba las cejas y la frente para acordarse de las fechas exactas. Los silencios pausados dejaban al descubierto todos esos años tatuados de sabiduría. Todas esas historias de la mano de escritores argentinos y cada una de esas tardes en los rincones de Buenos Aires. Todo estaba pasando en esa mesa de madera. Y cada relato era la página de un libro en primera persona. Esa misma primera persona que acompañó a Borges en su viaje a Chile y más tarde se sentó en el bar de Talcahuano a tomar un café mientras esperaba a Ernesto Sábato. Yo lo escuchaba casi sin pestañear. Sábato era un hombre atormentado, me contaba. Constantemente atormentado por la vida misma. Y en ese momento me acordé: tenía 13 años cuando le robé a mi hermano de su biblioteca "La Resistencia".  Y me acuerdo que yo también me sentía igual de atormentada cuando empecé a leer la primer página del libro.  Por suerte no era largo y lo terminé esa misma noche. Y por suerte llegué a la última página y respiré aliviada. No era la única que quería resistir. Mi amigo Rafael seguía frunciendo las cejas y recordando las fechas históricas.1985. Yo creo que todavía no existía ni en los proyectos de mis papás. El me seguía hablando de los bares porteños, de la cueva del chancho, de las mesas de amigos, de Maipú 994,  del hombre y los engranajes, de las dedicatorias en los libros, de las casualidades, de los errores, de los viajes, del interior de los escritores más allá de su perfil político, de las manos y las marcas, de la poesía borgeana, del aroma a una tarde de siesta, del café para pasar el tiempo, de las calles de Buenos Aires, de las palabras y del lenguaje, de los libros y su editorial en la avenida Santa Fé, del significado de las firmas. Me hablaba de los detalles y de los valores perdidos. "Me hubiese encantado haber vivido esa época" le dije. Y firmé una hoja en borrador que había sobre la mesa, a ver qué significaban esos garabatos de tinta. El miró mi firma durante unos segundos. Pero no me dijo nada. O sí. Antes de despedirse. Me dijo que no podía dejar de leer la historia de San Francisco de Asís. Pero que el libro del autor griego estaba agotado. Entonces volvió un martes bien temprano a mi oficina y me prestó su ejemplar. Tenía escrita una dedicatoria en la primer hoja. Si hay algo que me emociona son las dedicatorias de los libros escritas de puño y letra.  Esta era de 1967. Y decía algo así como "el libro que cambió mi vida". 

Dafne


Recién hoy entiendo que no se trataba de los típicos caprichos. Ni de las constantes ganas de llamar la atención. Tampoco se trataba de jugar a la hija rebelde. No se trataba de ir al revés del mundo. Esos rulos rubios despeinados que clavaban con energía las manos gorditas en el borde de la bañadera y gritaban una especie de auxilio desesperado ya entendían que, el que iba al revés, era el mundo. Esos rulos rubios despeinados se llamaban Dafne y se escapaban como gato del agua con jabón. Se despeinaban todavía más en frente del espejo cada vez que imitaban mis bailes al estilo Xuxa. Yo pensaba que como era mi hermana más chica tenía derecho a copiarse de mi. En todo. Por suerte no lo hizo. Un día se cansó de ponerse las botas altas de mamá y bailar como brasilera. Se paró en su sillita alta de madera y mimbre y frunciendo la cara entera dijo que odiaba su nombre porque todo el mundo se lo preguntaba como cuatro veces. Qué iban a saber los rulos rubios despeinados que ese nombre de origen griego significaba nada más y nada menos que "triunfo". Dafne era inquieta hasta el cansancio. Pocas veces lograban bajarla de su bici de tres ruedas de la que siempre llevaba colgando latas de Coca vacías, sogas o sapos muertos. Se sacaba toda la ropa que mamá le ponía con una paciencia infinita. A los tres años ganó el primer puesto en el concurso de disfraces del Country. Claro, estaba desnuda. La perfección maternal le duraba el click de una foto.  No se cansaba de preguntarme si los bichitos de luz eran, en realidad, estrellas muertas. Lloraba cada vez que veía un animal muerto en la ruta. Esos rulos rubios despeinados siguieron haciendo de las suyas. Llorando y pataleando y haciendo lo imposible por conseguir lo que querían. Creo que lo único que no pudo conseguir fue a Toto, el chancho más grande y ruidoso de un campo vecino. En todo lo demás, esos rulos rubios, que con los años se fueron emprolijando, ganaban en todo. Y a todos. Aunque se quejaba de sus piernas cortas, Dafne coleccionaba medallas en atletismo. Y corría con todas sus fuerzas, con la cabeza levantada, como queriendo burlarse del viento. Y ganó la maratón del club. Y más tarde el triatlón, con su bici de dos ruedas. Y después fueron los trofeos de golf. Y el primer premio en el concurso de dibujo. Tenía 8 años y era la más chica en su categoría. Se había quedado hasta tarde en la mesa del comedor terminando su dibujo. Era un mundo. Y todas las nacionalidades en miniatura agarradas de la mano alrededor de ese redondel azul y verde. A mí me encantaba la cantidad de colores que había usado. Y el chinito. Le había quedado genial. Cuando le dieron su premio no lo pensó dos veces: "le quiero regalar la mitad a los más pobres" Y le pidió a mamá que donara toda esa plata a una fundación. Dafne tenía muchos amigos varones. Pero estaba enamorada de Lucas. Un día le dejó una carta y un chocolate abajo del banco. Los rulos rubios que ya eran lacios, un día dejaron de ser tan rubios. Una tía decía que era por el agua de Buenos Aires. Pero Dafne no se conformaba con teorías inventadas y discutía absolutamente todo. Ya hablaba de las células y la metafísica. Y había aprendido la palabra "refutar". Y refutaba todo. La gente pensaba que no estaba del todo cuerda. A mí siempre me gustó escucharla. La gente tenía razón: no estaba para nada cuerda. Esa era la mejor parte. Me acuerdo de esa noche en Pinamar que preferimos las cervezas en la playa antes que el boliche que estaba de moda. Conocimos a Morris y hablamos de algo que no me acuerdo. Sí me acuerdo que había luna llena y que esa fue la mejor parte del verano. Dafne amaba los veranos. Y siempre quería quedarse a vivir en Córdoba. Y en Pinamar. Y en San Martín de los Andes. Y en O´higgins. En Europa creo que no. Sólo en Italia, porque en el jardín de la casa en la que estábamos había ardillas. No le importó terminar el colegio un año más tarde. O sí le importó, pero le duró algunas noches escondiendo las lágrimas abajo de la almohada. Dafne sabía que quería correr a su propio ritmo. Ese propio ritmo que también implicaba volver loco a más de un profesor cuando entregaba las pruebas en blanco o cuando tenía sueño y se dormía en el piso del aula. A mis papás les costó varias reuniones con el director del colegio. Pero mi hermana insistía a su manera. De la misma manera en que insistió en no hablarme durante dos años. Hasta el día que le solté la mano a mi primer novio y llegué llorando a casa. Y ahí estaba mi hermana, después de esos dos años de ser dos desconocidas. Me abrazó con todas sus fuerzas. Y se acostó en mi cama, al lado mío, toda la noche. Sólo se levantó cuando se terminaron los pañuelitos y el rollo de papel higiénico. Fue a buscar más. Y se quedó dormida abrazándome. Un día quiso dejar de ser rubia y llegó a casa con el pelo más colorado que un tomate. Le quedaba horrible. Pero le sobraba personalidad. De esa personalidad auténtica en peligro de extinción. Ese mismo día dijo que no iba a seguir la carrera de Bellas Artes. Que después de las vacaciones en Europa ella se quedaba unos meses más trabajando en Barcelona o en Atenas. "Y por ahí más adelante me voy a Africa, no sé". Ese no sé se convirtió en todas las vacunas con nombres raros, en tipear Kenya en Google, en empezar a leer los comienzos de la historia africana. Ese no sé se convirtió en la voz de Dafne temblando de miedo llamándome desde Grecia con los pasajes a Africa en la mano. Y esos rulos rubios otra vez despeinados se ajustaron adentro de un pañuelo verde y con una mochila más grande que su espalda aterrizaron en un pueblito de tierra de miradas distantes pero cercanas. Y cambiaron su bici destartalada por un "matatu" que la hicieron recorrer esas rutas de personas al costado del camino. Y subió una de las montañas de Malindi y cambió su sillita de madera por una piedra de las más altas para enamorarse de un atardecer. Y siguió caminando sin cerrar los ojos y se compró un vestido en la feria del centro pero siguió usando la misma remera durante días. Se encontró con todos esos chiquitos jugando afuera de las casas. Había uno que tampoco quería ponerse la ropa. Y durmió en la oscuridad de verdad. En una casa hecha de hojas de palmeras y caña, que tenía agujeritos en el techo y se podían espiar las estrellas. Y se despertó a las cinco de la mañana para ir a pescar. Y se abrazó fuerte con su primer amiga africana que se llamaba Sophie. Y siguió gastando la suela de las sandalias hasta llegar a encontrarse con todas esas sonrisas blancas en la escuela rural de Nairobi y enseñarles a pintar con pinceles y colores por primera vez. Y más tarde todas esas miradas perdidas por la droga en Malindi, absortas ante la paciencia inagotable en cada almuerzo y en cada charla. Después, el trabajo voluntario en Watamu con los animales del safari y la felicidad contagiosa en cada e-mail contándonos sobre los elefantes bebés, los leones, los hipopótamos y las chitas. Me contaba que por momentos quería salir a correr, pero algo la obligaba a sentarse en el piso de tierra de su casa. No tenía de qué correr. Ahora corrían ellos. Todos esos pies chiquitos de color negro y sonrisas infinitas que se acercaban a toda velocidad para jugar con Dafne. Para agarrarla de la mano sin querer soltarla, y hablarle en un idioma inentendible mezclado de risas tímidas que cada vez se hacían más fuertes y contagiosas. Para contarle los lunares de la cara y despeinarle otra vez esos rulos rubios como si recién hubiese llegado al mundo.

Al lado del camino


No entiendo por qué esos miles de ojos africanos abandonados y el hambre traspasando los huesos. Cómo es que hay deudas mundiales por números irrisorios y en el norte argentino la mamá de Antonia cuenta las monedas para comprar el pan del desayuno. No entiendo la ambición desmedida por el poder. No entiendo el odio ( in) humano. No entiendo las guerras ni el abuso sobre vidas inocentes. No entiendo por qué la cama del señor de Quintana y Callao son seis baldosas que le curten de frío la espalda cada día un poco más. No entiendo qué pasa por la cabeza de todas esas personas que se apropian de vidas ajenas. No entiendo la envidia que enferma la sangre. No entiendo la competencia constante mordiendo los logros de otras personas. No entiendo las manos secas y la piel cansada de esa parte de mujer que con 15 años levanta pedazos de cartón de la calle. Cómo es que hay gente que se llena la boca de burbujas importadas y escupen todas esas críticas políticas sin fundamentos sólidos. No entiendo todas esas personas que religiosamente parpadean una hora de misa cada domingo y después miran de reojo al que tiene otro color de piel, y por las dudas cruzan de cuadra. Sólo por las dudas. No entiendo cómo puede existir tanta perversidad en la mente humana. No entiendo el tráfico de drogas. Ni el de armas. No entiendo la trata de personas. ¿Cómo es que llegamos a codearnos con este tipo de insania? No entiendo la sonrisa de esos pies chiquitos, descalzos, que inventan una pelota con la parte de abajo de una botella de plástico. Corren con una sonrisa, aunque tengan la panza vacía y no conozcan el sabor del chocolate, aunque no sepan si esa noche van a encontrar un hueco sin viento en la puerta de algún edificio para cerrar los ojos y acurrucarse contra el mármol frío hasta la mañana siguiente. 

Hey soul sister



Cuando pensaba que primer grado era algo de grandes y serio, unos moños rosas sentados en el banco de adelante se dieron vuelta y me sacaron la lengua. Cuando en mi primer prueba casi desespero porque me faltaba esa palabra que no podía acordarme una voz en secreto me dijo "balloon, con b larga". Cuando no nos dejaban dibujar las tapas de los cuadernos ella sacó su lapicera y anotó mi número de teléfono en la tapa de su cuadernos de lunares. Cuando nos gustaba el mismo chico no la complicamos: un mes era mi novio y otro el de ella. Cuando se me movía un diente por semanas y no se caía improvisamos el sillón del dentista en el inodoro del baño de su casa. La paleta me creció torcida y así quedó. Usar brackets para enderezarla sería borrar de mi cabeza el ataque de risa eterno que tuvimos esa tarde después de ver mi diente en el piso. Cuando mi abuelo dejó de respirar y la tarde sólo tenía ese gusto a las lágrimas apretadas en la garganta, una voz del otro lado del teléfono me invitó a tomar el té. Y después de un nesquik con chocolinas trajo una caja con disfraces de lentejuelas, colores de rumba y vestidos muy largos, nos pintamos los labios de rojo y llenamos el espejo de besos. Cuando no me animaba a hablarle al chico que me gustaba, ella me organizó una pulseada improvisada con él en el recreo. Se la gané, y en el segundo recreo me preguntó si quería ser la novia. Cuando en el medio de la misa de la primera comunión me concentraba por seguir todos los pasos protocolares que nos habían enseñado, a Mercedes se la cayó la vela prendida y casi se le prende fuego el vestido blanco. Lupe se dio vuelta aguantándose la risa para encontrar mi mirada cómplice. No pudimos retener la carcajada. Cuando volvimos de Chascomús y yo me traía esos peces en un frasquito, ella moría de asco, pero se sentó todo el viaje conmigo y los puso en sus manos cuando me quedé dormida. Cuando fui al primer baile del colegio ella me pintó las uñas de violeta y me regaló su brillito de labios. Cuando vimos un lagarto en Entre Ríos fue un alivio que mi grito no fuese el único desubicado. Cuando no sabía cómo dar un beso con lengua sus palabras dejaron en suspenso todo el terror que tenía "te va a salir natural, es como cuando sos chiquita y hacés pis por primera vez en el inodoro". Cuando pensaba que los secretos eran personales ella sacó de abajo de su cama un cuadernito de flores con un candado y me leyó cada página de su diario íntimo. Era más ocurrente y entretenido que cualquier novela de Cris Morena. Cuando estaba segura de que mi mundo era mi mejor amiga me soltó la mano por un tiempo y pegué el estirón (físico, mental y espiritual). Cuando me fui todo el verano a Europa y no estaba enterada de lo que pasaba del otro lado me llegó una carta de colores con todas las novedades amorosas que me interesaban y las noticias del espectáculo también (como la muerte de Rodrigo, por ejemplo). Cuando en el campamento de la playa preguntaron quién se había comido los chocolates de la cocina y nadie confesaba el delito no sé cómo hice para aguantarme la risa mientras Lupe trataba de disimular su cara de culpable. Cuando las clases de Geografía podían ser lo más aburrido del planeta me dolía la panza de la risa con sus comentarios y sus improvisaciones en el medio del aula. Cuando no nos alcanzaba el tiempo para estudiar Biología no era un dolor de cabeza: nos dividíamos los temas y cada una hacía la mitad del examen que le faltaba a la otra. Cuando estaba enferma y faltaba al colegio me bajaba toda la fiebre con uno de sus llamados contándome los detalles más divertidos del día. Cuando me gustaba ese chico más grande no dudó en hacerme la segunda con el amigo para que pudiera verlo. Y terminó sola en un living lleno de hombres jugando al "Yo nunca". Cuando volvíamos de las vacaciones y no había mejor momento que esas últimas tardes de calor en febrero hablando y contándonos todo como si el tiempo no pasara nunca. Cuando sólo nosotras dos podíamos tentarnos de risa en las situaciones más incómodas y morbosas. Cuando nos mirábamos y ya sabíamos lo que estábamos pensando. Cuando me caí por las escaleras del boliche en Bariloche y le dije que me había empujado Manuel, me siguió la corriente y nadie pensó otra cosa. Cuando nos cortamos el pelo con forma de casco y ninguna se daba cuenta lo mal que nos quedaba. Cuando le dije que ella tenía que seguir Administración de empresas y ella me dijo que yo tenía que seguir Medicina. Terminamos las dos estudiando Abogacía. Cuando me puse de novia y todos esos miedos me daban vueltas en la cabeza no me faltaron las palabras de Lupe tranquilizándome. Cuando después de muchos años ya no era más novia y lloraba viendo Posdata te amo a las tres de la mañana, Lupe me atendía el celular y hasta no escucharme la voz entera y hacerme reír no cortaba el teléfono. Cuando me caí de la bici en Salta ahí estaba su mano tentada de risa ayudándome a levantarme. Cuando volaba de fiebre en Tilcara y me daba miedo quedarme sola en esa casa, todas fueron al boliche y ella se acomodó en la cama para quedarse a ver Brothers and Sisters conmigo. Cuando era su cumpleaños número 22 y estábamos viajando en un micro destartalado a las cinco de la mañana en el medio de Ecuador, con sueño, con resaca, sin luz y con hambre y en vez de ponerle mala cara se reía en cada curva que casi nos dejaba sin vida y contagiaba buen humor puro. Cuando me quedaba dormida las noches de estudio en el playroom de su casa y ella seguía leyendo y hablando en voz alta y me despertaba para el último esfuerzo hasta saber todo. Cuando fue la única amiga que le conté lo de mi espejo lleno de los mil post it y no se lo contó a las demás. Cuando fue la única amiga a la que no le conté lo de J.O. y lo sabían todas las demás. Cuando quería ser invisible o desaparecer y me dijo que cuanto menos me preocupara por lo que dijeran los demás, más feliz iba a ser. Cuando aparecí el domingo a las 11 de la mañana en su casa después de esa fiesta y nos sentamos a desayunar, y todo mi drama queen amoroso lo hizo desaparecer con un té calentito y tostadas con dulce de leche. Cuando no la veía entre la gente en la entrega de premios del concurso literario y enseguida apareció para sentarse al lado mío y darme un abrazo. Cuando me angustió mi crisis facultativa y le solté con llanto y todo ese mambo por teléfono y de la manera más simple hizo que se fueran aclarando todas las dudas en mi cabeza. Cuando extrañé mucho a Dafne y me acordé que Lupe también era mi hermana. 

Background music



Todavía no puedo hacerme la idea de que no voy a vivir para siempre. Que hoy a la mañana escuché la música del despertador y abrí los ojos. Y podía ser la última vez. Que esto que llamamos vida tiene gusto efímero. Que las tostadas con manteca y dulce de frutilla. Y el árbol de la plaza de Vicente López. Y las gotas de agua en el pasto recién cortado. Todavía no entiendo cómo el corazón puede dejar de latir de un segundo a otro. Que el aire en los pulmones sea tan frío que duela. Que la sonrisa se vuelva una foto en blanco y negro. Y que nunca más. Todavía me hacen falta esas personas que despegaron los pies de la tierra. Es que todo pasa por ese momento en el que el tiempo deja de existir cuando ya no hay tiempo de seguir respirando. Que las luces de una noche nos despiden. De todas las noches. Que estamos de paso y no hay después. Que lo que importa es haber amado.

Alguien Borges

Un hombre trabajado por el tiempo, 
un hombre que ni siquiera espera la muerte 
(las pruebas de la muerte son estadísticas 
y nadie hay que no corra el albur 
de ser el primer inmortal), 
un hombre que ha aprendido a agradecer 
las modestas limosnas de los días: 
el sueño, la rutina, el sabor del agua, 

una no sospechada etimología, 
un verso latino o sajón, 
la memoria de una mujer que lo ha abandonado 
hace ya tantos años 

El remordimiento Borges

He cometido el peor de los pecados 
que un hombre puede cometer. No he sido 
feliz. Que los glaciares del olvido 
me arrastren y me pierdan, despiadados. 

Mis padres me engendraron para el juego 
arriesgado y hermoso de la vida, 
para la tierra, el agua, el aire, el fuego. 
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida 

no fue su joven voluntad. Mi mente 
se aplicó a las simétricas porfías 
del arte, que entreteje naderías. 

Me legaron valor. No fui valiente. 
No me abandona. Siempre está a mi lado 
La sombra de haber sido un desdichado.

El amor después del amor


Están esas personas que uno siente que conoce de toda la vida. Son muy pocas. Hay una de esas personas que hace que los lunes tengan gusto a chocolate y yogurt con zucaritas. Que me espía de reojo en el medio de una película y me contagia la risa en el teatro. Una de esas personas que le hablo de dudas y me aclara todos esas inseguridades con un beso. Como los que leo en las novelas. Que me deja el sweater con su perfume y me dan ganas de tener esas mangas largas tapando mis manos todo el día. Una de esas personas de las que hacen bien. Que cuando me abraza fuerte no hay otro lugar en el que quiera estar. Una de esas personas que no conoce el mal humor y es pura sonrisa. Que me hace sentir cómoda. Siempre. Una de esas personas con las que disfruto lo simple de ser feliz. Que no tengo que impresionar. Que me quiere aunque tenga las piernas chuecas y esté un poco loca. Que no acepta una cara preocupada y hace que con un ataque de cosquillas me olvide de todo. Una de esas personas que me pregunta, me cuenta, me mira, me invita, me busca, me habla, me lleva, me sorprende, me alegra, me cocina, me espera, me sonríe. Una de esas personas que me despreocupa de todo lo demás. Que me empalaga de chocolates y besos. Que se acuerda de esos detalles ínfimos. Que me devuelve esas ganas perdidas de confiar. Una de esas personas por las que vale la pena dejar a un costado todos esos miedos innecesarios y volver a decir te quiero.

Toutes les vies


Pensaba en lo increíble que me parece el encuentro casual de dos personas desconocidas. En una ciudad  saturada de millones de latidos dispersos. En un mundo de otros miles de millones de corazones. Entonces el segundo en el que un par de miradas extrañas se encuentran por primera vez. Las primeras palabras que intercambian. Ese momento en el que un desconocido pasa a ser alguien en la vida del otro. Y entre todos esos miles de millones de desconocidos girando por el mundo, elegirlo a él.

Entre otras cosas



Creo que el amor dura tres meses. Creo que la risa es uno de los motivos por los que vale la pena estar viva. Creo que alguna vez  quise desaparecer del mundo. Creo que hay muchos miedos ahí afuera. Creo que es increíble el momento en el que abro los ojos cuando me despierto. Creo que la música me salva de lo que quiera que me salve. Creo que hay personas interesadas y no me interesan. Creo que el cielo no tiene final. Creo que los mejores amigos se cuentan con los dedos de una mano. Creo en la energía del sol. Creo que todo lo que imaginamos es real. Creo que las mariposas viven más de un día. Creo que las mejores cosas pasan de noche. Creo que el hocico de mi perro apretando mi nariz me alegra la tarde. Creo que nadie me conoce mejor que mi mamá. Creo que nadar por abajo del agua es una de las sensaciones más placenteras. Creo que tenemos todo y no nos damos cuenta. Creo que empiezo a alejarme de alguien cuando me gusta mucho. Creo que debe ser por esos miedos de ahí afuera. Creo que Alfonsina Storni también tenía miedo. Creo que los detalles hacen la diferencia. Creo en las miradas. Creo que todo se termina algún día. Creo que muchas veces no nos animamos y perdemos tanto. Creo que las prostitutas lloran cuando nadie las ve. Creo que siempre se puede volver a empezar. Creo que un atardecer supera cualquier película. Creo que los días de la semana son un invento innecesarioCreo que a veces envidio la mente masculina. Creo que podría quedarme una noche entera mirando la luna. Creo que estamos de paso en esta vida. Y también creo que no vale la pena tomarse todo en serio. 

Del otro lado del mundo


"El tiempo es una noción perdida en estas tierras. La paciencia nata con la que cuentan, es necesidad elemental para sus modos de vida. Todo requiere de espera, nada es a las apuradas, se dedica el tiempo necesario y por qué no más, total hay de sobra y no hay apuro"

"Desarrollan un sistema inmunológico que seguramente no se encuentra dentro de los parámetros de ninguna explicación médica. Andan descalzos sin importar por dónde caminan. Crecen haciendo de sus pies, suelas tan fuertes que de verdad no sienten ni lo que pisan"

"Me agarran de la mano y me llevan a conocer los secretos de su mundo africano. Sus vidas me encandilan como a ellos la luz tan blanca de mi piel. Disfruto escucharlos y observarlos, pequeñas criaturas hermosas... Me hablan, me preguntan, alguno me llama desde la punta más alta de un árbol (no me explico cómo llegó hasta ahí), señalan cosas que no hago a tiempo de ver cada una de las que me muestran. Son seres libres, hijos de la tierra. Y en ella juegan y con ella se entienden. Me encantan. Me nace un amor por ellos tan grande como las ganas de tener el recuerdo de mi infancia, la infancia que tienen ellos"

"Sigo buscando fronteras por las que caminar para entender un poco más lo que viven los demás"

Dafne

Love it all


Cuando el agua hace olitas en las esquinas del muelle. Cuando la madera todavía sigue tibia al final del día. Cuando los últimos reflejos de sol bailan con el río. Cuando las ramas de los árboles hacen ruido de hojas secas. Entonces me gusta cerrar los ojos y respirar ese pedazo de tarde. Sentarme en el borde del muelle. Apoyar las palmas de las manos en las tablas de madera y rascar los huequitos de tierra seca con la punta de los dedos. Dejar las piernas flotando en el aire y mojarme los pies. Quedarme así hasta que se haga de noche. Y un poco más también.

Victoria

Vicky cumple 23 años. Pero dice que cumple 8. Es que volvió a nacer hace siete años. Un sábado a la tarde tuvo que elegir: o seguir en coma o abrir los ojos y

De los detalles que enamoran

Un plato de sorrentinos italianos con mucho queso. Una sonrisa que me agarra la mano del otro lado de la mesa. Un par de besos perdidos en esa primer salida de Mayo. Un mensaje de alguien desconocido. Buen humor. Siempre buen humor. Un perfume que quiero que dure en mi ropa hasta el día siguiente. Las cervezas en el bar inglés. Conocernos desde siempre. Despertarme con un mensaje de la noche anterior. Reírme. Mucho. Papas fritas a las siete de la mañana. Enrique. Un campari. Elena. Cantar muy fuerte. Manejar con los ojos tapados. Acordarnos del primer mail. Narices frías. Un mensaje a las tres de la tarde. Los pies arriba de la mesa. La camisa y el reloj. La complicidad. Los detalles. El número de memoria. La confianza. Los amigos. La mano calentita en mi espalda fría. Volver a estar bien. La risa por teléfono. La risa en el teatro. Las cosquillas. Los besos en el cachete. Los besos en el cuello. La barra de Kansas. Las preguntas. Más cervezas. Carne con papas rellenas. Las apuestas. Lo simple. El tiempo que no existe. Y las ganas de volver a verlo cada vez que me deja en la puerta de casa. 

Antes de cumplir seis


Me acuerdo el día que la vi llorar a mamá por primera vez. La espiaba por el huequito de la puerta. Yo pensaba que era porque no quería ponerme los zapatos azules. Entré a su cuarto y apenas llegando a la altura de la cama le di un abrazo. Me acuerdo cuando me tragué un chicle y pensé que iba a morirme. Hasta los seis años pensaba que seguir viva era un milagro. Me acuerdo el primer chico que me gustó. Le decían Fonchi y tenía cinco años. Yo tenía cuatro. Si te portabas mal en el jardín te llevaban a la salita de Miss Annie. La misma en la que estaba Fonchi. La directora del jardín llamaba siempre a mi casa preocupada por mi "mala conducta".  Me acuerdo cuando me cantaron el feliz cumpleaños y soplé cuatro velitas rosas. Mamá me puso una corona brillante en la cabeza. Me acuerdo que ese día empezaron a gustarme las frutillas. Me acuerdo cuando cumplí cinco y fue un alivio mostrar toda la mano cuando me preguntaban cuántos años tenía. Me acuerdo cuando lo operaron a papá y yo pensaba que estaba filmando una película. Me acuerdo cuando le dije a Santiago que no podía ser su novia porque mi mejor amiga gustaba de él. Me acuerdo del verano en Santa Clara. En la casa de enfrente había un perro negro que mordía. Me acuerdo de la patada en la panza que me pegó Federico en el tobogán porque corría más rápido que él. Me acuerdo que mi hermano  quería ser como el chico de Karate Kid y tenía un cinturón que iba cambiando de color. Me acuerdo el día que aprendí a atarme los cordones con moño. Me acuerdo cuando me escondía abajo de la mesa para escuchar los cuentos de terror de los amigos de mi hermano. Me acuerdo cuando mamá se fue de viaje y papá me tenía que peinar. Siempre pataleaba porque me quedaban torcidas las colitas. Me acuerdo cuando empujé a mi hermana contra el vidrio y le salió sangre en toda la frente. Me acuerdo cuando se me cayó el primer diente y el Ratón Perez me dejó cinco dólares y un dólar a cada uno de mis hermanos también. Me acuerdo que le escribí una carta muy enojada. Le dije que nunca más le iba a regalar mis dientes. Me acuerdo cuando quería ser Xuxa. Me acuerdo cuando me regalaron un pez naranja. Le compré un castillo y piedritas de colores con mis ahorros. Se llamaba Príncipe. Me acuerdo que mi hermano tenía tres peces de colores. Me acuerdo cuando mi hermana quiso ayudarlo a limpiar la pecera y se olvidó de sacar a los peces. A las pocas horas estaban todos muertos. Me acuerdo cuando hacía burbujas con el shampoo mientras me bañaba. Me acuerdo de los dedos arrugados en el agua. Me hacían acordar que tenía que llamar a mi abuela. Me acuerdo cuando le tiré del pelo a una amiga porque se había comido toda mi cajita de sugus. Me acuerdo cuando me trepaba al mueble de mamá y le usaba los maquillajes. Me pintaba la boca de rojo y dejaba el espejo del baño lleno de besos. Me acuerdo la primera vez que fui a la casa de Lupe. Tenía tres pisos y un oso gigante con un vestido de flores en su cama. Me acuerdo cuando le conté a mi diario íntimo que me gustaba un chico. Me acuerdo cuando perdí las llaves del diario y estaba segura que mi hermano las había escondido. Me acuerdo cuando fui a un kiosco sola por primera vez. Solté el puñado de monedas y le pregunté al señor qué me podía comprar con eso. Me acuerdo que no podía pronunciar muy bien algunas palabras. En vez de "almorzar" decía "cerrar" o pensaba que "hasta luego" se decía "hasta el huevo" y me reía cada vez que lo escuchaba en los saludos de los grandes. Me acuerdo del álbum de Frutillitas. Me acuerdo cuando mi hermano le rompió las piernas a mi Ken. Lloré todo el día. De repente todas mis Barbies eran viudas. Me acuerdo cuando me subí a un caballo por primera vez y se paró en dos patas. Me acuerdo cómo apreté mis uñas en su cuello y le decía que se calmara. Me acuerdo que desde ese día el caballo pasó a ser mi animal preferido. Me acuerdo de una tarde en Córdoba que tenía la nariz congelada y mi hermano me dio su campera. Me acuerdo cuando a mi hermana le regalaron la Barbie Veterinaria y a mi la Barbie Novia. Me acuerdo cuando me caí de la casita del árbol y la rodilla me quedó violeta. Me acuerdo cuando ya tomaba en vaso pero tenía la mamadera escondida abajo de la almohada. Me acuerdo que mi tío me apretaba la nariz con mucha fuerza. Me acuerdo que lloraba y cada vez que lo veía me iba corriendo. Me acuerdo el domingo a la tarde cuando me contaron que mi padrino se había muerto. Me acuerdo que seguí dibujando sin levantar la cabeza y la hoja se llenó de gotitas de agua. Me acuerdo cuando vi el Rey León y agradecí que el cine estuviera a oscuras. Me acuerdo cuando la vi de nuevo y volví a llorar. Pensaba que si Mufasa podía revivir por ahí también podía pasar eso con mi padrino. Me acuerdo de mis amigas del Country y que a mi hermano le gustaba Mara. Me acuerdo del concurso de disfraces. Me acuerdo de mi hermana que tenía tres años y ganó el primer puesto. Estaba desnuda. Me acuerdo cuando mamá se enojaba porque mi hermana no quería ponerse la ropa. Me acuerdo cuando le pedí a Papá Noel un cochecito rosa y un bebé de dos meses. Me acuerdo cuando la llevé a mi hermana en el cochecito y se rompió. Me acuerdo cuando mi hermano jugaba a las cartas en el Club House con sus amigos y yo quería ser grande como él. Me acuerdo de los fideos con salsa rosa. Me acuerdo que con mi hermana los comíamos como en La Dama y el Vagabundo. Me acuerdo cuando vi Indiana Jones y me tapé los ojos en la parte que le arrancaban el corazón a uno. Me acuerdo cuando con mis hermanos vaciamos todo el frasco de miel en la alfombra. Me acuerdo que a mi hermana no le gustaba bañarse y lloraba muy fuerte. Me acuerdo cuando me probé los zapatos del casamiento de mamá. Me acuerdo que me daba verguenza sacarme la remera adelante del pediatra. Me acuerdo que se parecía al actor de una película y me quería casar con él. Me acuerdo que se me cayó el mundo cuando la escuché a mamá preguntándole cómo estaban su mujer y sus dos hijos. Me acuerdo cuando mi abuela me regaló un rosario y una caja de alfajores. Me acuerdo cuando me escondía en el tapado de piel sintética. Me acuerdo que no sabía qué quería decir sintética. Me acuerdo cuando Quenena me contó que en el momento en el que yo estaba naciendo mi hermano vomitó todo el helado de chocolate. Me acuerdo que en la casa de Córdoba me despertaba apenas salía el sol y me iba a cortar margaritas al camino. Me acuerdo que un día apareció un zorro. Me acuerdo que mi hermano molestaba a las vacas y coleccionaba arañas. Me acuerdo el verano en Pinamar que vendíamos plumas de colores con mi prima. Me acuerdo que un tal Lito Vitale vivía en la casa de al lado y nos compró una pluma verde. Mi hermano le pidió que le escribiera un papel. Yo no entendía por qué mi hermano estaba tan contento. Me acuerdo que invitó a mis papás a comer un asado a su casa y me quedé dormida mientras tocaba el piano. Me acuerdo cuando probé por primera vez el helado de dulce leche. Quería comer eso todo el día. Me acuerdo que Francisco le quería dar un beso en la boca a Vicky. Me acuerdo que en el freezer de mi abuela siempre había helado de frutilla. Me acuerdo que me tenía que subir a un banquito para abrirlo. Me acuerdo cuando vinieron seis personas de Grecia y mi papá me dijo que toda su familia vivía en ese país. Me acuerdo que no entendía por qué vivía separado de sus papás y su hermana. Me acuerdo que mi abuelo usaba bastón y me hacía cosquillas. Me acuerdo que papá lloró en el aeropuerto. Me acuerdo cuando me disfracé de oveja. Me acuerdo que tenía mucho calor y me picaban los mosquitos. Me acuerdo cuando me disfracé de bailarina y mamá me pintó los labios. Me acuerdo del chico del jardín que me miraba la boca y le pidió a mi amiga que le cambiara de lugar para sentarse al lado mío. Me acuerdo cuando le tenía miedo a la oscuridad y mi hermana me daba la mano para dormir. Me acuerdo del día en el que aprendí a andar en bicicleta sin rueditas. Me acuerdo que estaba segura que "la libertad" se trataba de eso.

Cigarrillos al diván


Hablemos de ese cilindro de papel blanco y camel. De la sustancia apretada adentro de esa hoja delgada que definen como adictiva en forma desmedida. Hablemos del tabaco, del pucho del cigarrillo o cigarro. Porque saca mi peor parte fumarme el humo de todos los adictos, de rebote y gratis. A ver, fumadores activos, que alguno me explique por qué me tengo que tragar todo el humo de un vicio que no es propio y que es extremadamente incómodo ¿Es que no se dan cuenta lo molesto y asqueroso que es respirar esa nube gris? Sin contar que todo ese humo siniestro me irrita los ojos, me ensucia el pelo, me seca la piel, me llena de un olor desagradable y me penetra los pulmones dejándolos un poco más rotos que ayer. ¿Qué les pasa por la cabeza a los que piensan que es canchero pasearse por todo el boliche con el pucho en la mano? Es un horror. No sólo porque siempre terminan quemando al que tienen al lado sino porque limitan de manera abusiva  mi propia respiración. Y ni hablar de los taxistas que preguntan (si preguntan) si me molesta el cigarrillo. A ver, si abro la ventana me congelo de frío asique sí, me molesta señor. Aguante hasta próximo viaje por favor. Me supera. Me pone histérica. Amenaza mi buen humor. No sé qué parte no entienden los fumadores que con su capricho mortal perjudican a todos los demás. Cuando yo tomo una copa de vino no les tiro la mitad en la cara de ustedes ni les hago tragar el alcohol a la fuerza. Y además, si estoy disfrutando mi vaso de cerveza y ustedes no quieren tomar, no hay nada en esa situación que les pueda llegar a molestar. Ah, y no nos olvidemos del que se está fumando un pucho esperando el colectivo, que lo tira recién cuando está subiendo y tiene la brillante idea de exhalar toda la nube de humo puertas adentro. Siniestro. Por suerte nunca probé el cigarrillo y no creo hacerlo. Llenarme de ese humo totalmente enfermizo, inhalarlo, respirarlo y que se adueñe de mis pulmones y mi voluntad y que encima tenga que hipotecar la salud de los demás... No gracias, paso. Prefiero ser "canchera" con un vaso de cerveza en la mano.

Rock and soul


Son las diez de la noche de un viernes de Junio. Tengo un parcial el lunes y otro el martes. Tendría que estar en mi pijama de corazones devorando los libros. Pero me llaman los rulos rubios del rock y me obligan a ir al recital de los chicos en Roxy. Aprovecho para estrenar un jean y me subo a los tacos más altos. No llego a secarme el pelo. Dejo la ventana abierta del taxi y le pido que vaya lo más rápido que pueda. Estoy orgullosa de llegar puntual. Y hasta logro evitar la cola de cuadra y media porque "soy amiga de la banda". Triunfante camino hasta la puerta del backstage y fue como si me la hubieran cerrado en la nariz cuando me cuentan que esa banda no tocaba ese día ni en ese bar. Pero cómo, qué, no, dale, por qué. No puedo evitar fruncir las cejas con mucha fuerza y apretar la bronca entre mis labios con forma de pato mojado. Un señor vestido de negro y con cara de bulldog me hace una seña con la mano derecha que no puedo entender. Me acerco un poco hasta que logro escucharlo: "Tenés que ir al otro Roxy, al de Niceto Vega" Claro. Eran demasiado perfectas las circunstancias para ser reales. Vuelvo a la puerta de entrada. La gente de la cola me mira mal. Nunca quise ser  amiga de ellos asique no me importa. Hay más señores vestidos de negro y con cara de bulldogs. Menos uno que tiene cara de doberman y usa una remera blanca ajustada. Prefiero charlar con ellos. Me consiguen un taxi y me dan la dirección que necesito. Otra vez le pido al taxista que maneje lo más rápido que pueda. Me encanta decir eso cuando estoy en un taxi. Es lo más parecido a "siga a ese auto" que nunca tuve oportunidad de decir. Ni tampoco "quédese con el cambio". Prefiero comprarme sugus. Por fin. Roxy. Niceto Vega. "El horario de las listas ya pasó hace una hora. Tenés que pagar 50 pesos" me dice una remera negra de Led Zeppelin en la puerta. "No hay chance" le contesto. Nunca pensé que con tanta sinceridad me iba abrir la puerta y me iba a dejar entrar sin pagar un peso. Genial. Hay muchas piernas saltando. Me gusta la energía de otro planeta que transmiten los recitales. Es algo increíble. Paso entre el humo y la gente y ahí estaban ellas dos despeinándose las cabezas en primera fila. Me dieron un abrazo eterno en el medio de los acordes de "Nada que esconder". Y yo también me despeiné el pelo suelto hasta el final del recital. Que los libros me esperen un poco más. Mientras tanto era feliz golpeando los tacos contra el piso. Me hacía bien cerrar los ojos y dejar que la música me abrazara todo el cuerpo. Que el rock se quedara gritándome un poco más adentro de mis oídos. Y que no me importara nada. Ni todo lo demás.

Aires de tirana

Cuando tenía cinco o seis, les cortaba el pelo a las Barbies al estilo carré. Fue en ese momento cuando empezaron a quedar al descubierto mis primeros indicios de tirana: las Barbies elegidas para complacer mis caprichos eran las de mi hermana. Las mías seguían teniendo el pelo largo y lacio. Igual ella casi nunca se enojaba. Es más, no le gustaban las Barbies y yo la obligaba a jugar aunque no tuviese ganas. Cuando estaba enferma y me aburría sola en casa, me llevaba una mesita afuera, sin que la empleada me viera, con sillitas de madera, y sentaba a toda mi colección de osos, más un conejo, que era medio ciego pobre; un día sin querer le saqué un ojo. Servía nesquik y un pilón de tostadas y obligaba a cada invitado a que se lo tomara. Las tostadas me las comía todas yo, con muchas ganas. Las veces que venía una amiga a casa no desistía de mis aires de tirana: nadie podía caminar adelante mío por los pasillos porque "yo soy la reina, y en todo caso vos sos princesa, porque yo lo digo" Después me hacían lo mismo en sus casas cuando me tocaba a mí el papel de invitada. Me tenía que tragar la bronca como mala perdedora y no estaba acostumbrada. Para alivio del resto, al poco tiempo la tiranía fue llegando a su fin. Aunque tengo que admitir que quedaron cenizas, por decirlo así. Ahora no estoy viviendo con mi hermana y obligar a alguien, que no sea un oso de peluche o una Barbie, a tomar el té, sería lo más parecido a la esclavitud de un poco más del siglo diez. Pero una mínima parte de tiranía amenazaba con resurgir a escondidas. Esta vez fue con el único súbdito que me podía entender: Felipe, mi perro maltés. Lo senté en una silla y le pinté las uñas de sus cuatro patas cortas de color rosa. Al rato pensé que no le quedaba tan bien con el color de su piel. Entonces le volví a hacer la manicure otra vez, pero con el esmalte de color azul, el mismo que usa mi  tía Lulú.

Algo



Cómo puedo elegir las palabras para cada mirada. Miradas mudas. Miradas sordas. Pero que hablan por sí solas. Cómo puedo describir los mundos de esas miradas. Mundos desparejos que se encuentran a cualquier hora y en cualquier momento. Momentos grabados en el reflejo de las pupilas ajenas. Se pierden. Aparecen. Partes sueltas de un rompecabezas. Y entonces vuelven. Cuando cerramos los ojos, cuando dejamos en suspenso los pensamientos. Vuelven a nuestro recuerdo todas esas miradas perdidas, causales, buscadas, imprevistas. Y me encuentro otra vez con los ojos del bar de la calle Thames. Que no tienen nombre, pero sí una mezcla de inocencia y picardía con mucho gusto a hombre. El llega a la mesa y hay algo. Ella me dice "Sofi, mi hermano". Pero nuestras miradas todavía no se encuentran. Es que esos ojos de camisa a rayas tienen una cerveza en una mano y un vaso a medio llenar en la otra. Qué soberbio. Me da bronca. El sigue llenando su vaso de espuma con extremo cuidado. Lo miro medio de costado. Estoy sentada cerca de la puerta y el frío de la madrugada le gana por goleada a mi bufanda de lana. Deja el vaso y me da la mano. Entonces somos dos desconocidos. Pero no quiero separar mis ojos de los suyos. Lo más raro es que mi amiga vuelve a presentarnos. Y esos ojos marrones vuelven a darme la mano. Son esos momentos anónimos. Son las veces de una noche que ya fue. Miradas que no vuelven a encontrarnos. Y sin embargo están ahí. Coleccionamos todas esas miradas que nos dejaron "algo". Y no se repiten. Sólo puedo volver a vivirlas en mi cabeza, hasta que se olviden. Hasta que se pierdan de un trago amargo en la espuma de otro vaso de cerveza. 

Dos gin tonic y un beso


Es que no tenía idea que él iba a cambiar sus seis meses en Andorra por una primavera en Buenos Aires conmigo. Pero menos idea tenía que me iba a gustar el típico rider de la nieve, el que se llevaba por delante las bajadas más empinadas del Cerro Catedral, el que coleccionaba cada una de las miradas adolescentes, el que me salvó los huesos en una curva imprevista, el que me dijo: "te veo a la noche en el bar" y siguió surfeando las olas blancas como siempre. Y quién hubiera pensado que esa noche mis amigas me iban a decir "mirá, alguien te está buscando". Tampoco esperaba esa llamada a las 6 de la tarde, si nunca le había dado mi número y ni siquiera esperaba que se acordara mi nombre. Yo no me sabía el suyo. Pero los llamados insistieron hasta el barcito de madera y los dos gin tonic sobre la mesa. El me hablaba del mundo, del freestyle en la nieve y en su vida, de los saltos, de sus viajes, de su casa en frente del lago. Y mientras tanto yo me enamoraba en el medio de un invierno de ocho grados bajo cero. Me miraba a los ojos y me robaba una sonrisa cada dos minutos. El problema: él vivía en las montañas y yo en el cemento. Los kilómetros de distancia no me tentaban. Pero no sabía que a la vuelta de mi viaje me iba a sorprender llamando a mi casa todos los días y que iba a pasarme una hora y media acostada en la cama con el teléfono pegado a la oreja. Lo que parecía un amor de invierno se alargó hasta Septiembre y seguimos agarrados de la mano hasta principios de Diciembre. Siguió sorprendiéndome, esta vez a la salida del colegio. Pero ya me había ido y tuvo que preguntarle a personas cualquieras si me conocían y en dónde vivía. Y en el medio del camino a casa escucho que gritan mi nombre y me tocan la espalda. Ahí estaba el rider de la nieve, esquiando las veredas de Belgrano y con una caja de chocolates en la mano. Después siguieron las pizzas, los mediodías porteños, los caramelos, los besos, las idas, la vueltas y por supuesto, mis miedos. Miedos desordenados en una cabeza inquieta y soñadora de 17 años. Nunca hubiese pensado que después de todas las mariposas iba a dejarlo esperando en la esquina de Migueletes y Libertador. Pasó un año cuando recibí un e-mail de él contándome que se había mudado a Buenos Aires. Pero yo ya había perdido los miedos y estaba de novia por primera vez desde el otro enero. Desencuentros, siempre llegan en los momentos equivocados. Hasta que volvimos a encontrarnos. Mucho después de mi ex. Nos sentamos en una mesa de afuera en Las Cañitas y pedimos pizza con rúcula y panceta. Entre cada cerveza volví a encontrarme con la sonrisa del rider, el mismo al que no podía ni ver mientras esquiaba porque se hacía el canchero, ese mismo que me dijo que iba a buscarme hasta el cansancio después del invierno. Ahí estábamos los dos otra vez. Yo con 22 y él con 26. Pero ese jueves volví a tener 17 y él volvió a robarme sonrisas  durante toda la comida y algunas más, hasta la puerta de casa, antes de la despedida.